A Nora
Al volver de la playa, cada tarde,
dejando atrás los médanos y el bosque,
mi prima y yo, los dos de trece años,
íbamos a comprar a lo del viejo
que no nos permitía tocar la fruta
para elegirla: arándanos e higos,
siempre, sin falta; un mango, algunas veces,
el más grande que hubiera, que pesábamos
con los ojos. Después llegar a casa,
con las ojotas en la mano, arena
seca en las pantorrillas, y sentarse
de inmediato a la mesa, demorando
la hora de la ducha. Los dos solos,
en platos de madera, con el hambre
y la avidez de la jornada al sol,
comíamos las frutas: con cuchillo
y tenedor, mi prima, que pelaba
concentrada los higos y extraía
casi intacta la carne empalagosa,
se llevaba a la boca los arándanos
pinchándolos de a uno, como arvejas.
Yo, en cambio, tras partir a la mitad
los higos, intentaba succionarles
la pulpa, pero siempre terminaba
por tragarme la cáscara también;
comía con las manos los arándanos,
de a puñados, manchándome la cara
y los dedos de rojo. Al terminar,
sin excepción, mi prima repetía
la misma ceremonia: se golpeaba
la panza con las manos, resoplando
satisfecha, y después ponía las piernas
sobre la mesa, piernas de animal
joven, que por su largo no guardaban
proporción con el resto de su cuerpo:
como un carozo el hueso del tobillo;
los pies angostos con los dedos flacos
y pálidas las plantas, en contraste
con lo bronceado de las pantorrillas;
el vello imperceptible de los muslos
que revelaba el sol– todo tenía
un brillo tan real bajo la luz
confiada de finales de la tarde
que un día, encandilado, alargué el brazo
y, como sin pensarlo, le rocé
con los dedos la planta de un pie: estaba
áspera por la sal y por la arena,
y fresca al tacto. Me miró: “Me vas
a hacer cosquillas”, dijo, pero no
sacó el pie, que tomé entre las dos manos,
y empecé a presionar con los pulgares.
Me pareció que ella entrecerraba
los ojos cuando yo, sin saber cómo,
le pasaba las yemas de los dedos
por el espacio entre los dedos de ella;
también me pareció que sonreía
antes de oír los pasos en la entrada.