22.10.09

En la tierra de Chandler (Dana Gioia)

California de noche. Un viento demoníaco,
el Santa Ana, sopla desde el este,
y atraviesa el cañón, rugiendo cual borracho
que armara un alboroto en algún bar.
El viento trae
perfume de colillas apagadas. Pero, ¿por qué quejarse?
Hace buen tiempo, mientras no respires.
Apoyate en los muebles manchados de sudor,
con la luz apagada, cerradas las ventanas
para evitar que entre la tormenta,
y decí tus plegarias.
Otra noche de insomnio:
cada arruga en las sábanas te raspa
como una gilette seca en la mejilla
quemada por el sol; el whisky más añejo
te quema la garganta como arena;
sin hacer ruido, en la cocina de su casa,
una mujer recorre el filo de un cuchillo con los dedos
mientras mira de reojo el cuello del marido. Yo le deseo suerte.

Se me ocurre esta noche que si acaso sacara las monedas
que tengo en el bolsillo y las tirara al aire
brillarían por un instante, detenidas,
como una red que se sumerge, lenta,
en las aguas oscuras.
Yo recuerdo
las luces de los autos estacionados en la playa,
esos delgados haces disolviéndose en la oscura
superficie del lago, las voces discutiendo
sobre los formularios, el crujir de la radio,
el cadáver cubierto que yacía en la arena,
con la red junto a él, aún húmeda. No,
no era hermosa, pero tenía la edad
en que la juventud es en sí misma bella:
“¿Cuida los intereses de sus clientes, Marlowe?”.

Sigue soplando sin cesar el viento. En la casa de al lado,
los perros captan un olor y aúllan.
Esbeltos y furiosos, con los ojos rojos por la tormenta,
manadas de coyotes bajan de las colinas,
en donde ya no hay nada que cazar.