7.3.11

La vida en el valle (Mark Strand)

Como tantas ideas brillantes –fáciles de comprender
pero difíciles de creer–, aquella que decía que detestábamos este lugar
fue dejada de lado y olvidada luego. Estos impredecibles vientos
sobre el lago en llamas, que presionaban hacia abajo y traían consigo
un polvo eléctrico resplandeciente, un aire ceniciento saturado de hojas
–caídas, fantasmales– que oscurecían el valle, llenándolo de un eco
de ráfagas, no fueron suficientes para echarnos de ahí.
Tampoco aquellas veces en que el sol apagado del invierno
depositó una media luz helada sobre las quebradas
y unas tormentas silenciosas sepultaron los circuitos
de alta montaña con nevadas muy copiosas. Nosotros nos quedamos
puertas adentro. Nuestros amigos nos dijeron que las vistas
–la luz de las estrellas sobre la agrupación de cúpulas y torres, la luna congelada
sobre el vidrio del agua– eran hermosas. Y estuvimos de acuerdo, y empezó
a gustarnos ver cómo los caballos de hierro se oxidaban en los campos, y las aves
volando con las alas extendidas, con sus huesos de plata reluciendo a la orilla
del agua, y, a lo lejos, la gran masa de nubes quietas, como de plomo.