Uno de Daniel Saldaña París
LA PRIMERA PERSONA
La cita de Byron que me enviaste me deprimió mucho a las 7:55, una hora récord. Fue una de esas tristezas repentinas que me hacen planear el playlist de mi velorio. ¿A qué quieres jugar hoy: a los parámetros o a las categorías? Ambos tienen sus ventajas: el uno organiza provisionalmente nuestros afectos y el otro domestica las cosas del mundo. (Mi categoría favorita es “Objetos que empiezan por la letra M”.) Los parámetros, claro, y aunque no nos encante, son más lo nuestro: podemos hacerlos y deshacerlos y darles la vuelta en el mismo día: es un juego infinito que, en cierto sentido, diluye nuestro deseo.
Ayer, mientras cenábamos, se abrió una puerta a otra dimensión junto a nosotros. Te debo una categoría por cumplir los treinta años. Por dos mil pesos mensuales, ¿te cambiarías el nombre a “Personita”? Mensajearnos es una forma de hacer origami con el tedio. ¿Tú crees que existe un límite de tolerancia a la ambigüedad distinto para cada individuo? Si sí, el mío debe de estar a la vuelta de la esquina, y me da miedo que alcanzarlo signifique el derrumbe de todo esto.
Lo más cercano que conozco al mundo de la alquimia es el martini sucio. Tenemos una enfermedad que se llama criptomanía. Hay relaciones que se sostienen en una complicidad exclusivamente lingüística (cuando tienen problemas van al semiólogo). Entre las palabras que no sé si me gustan yo pondría crinolina. Hay otras relaciones basadas en la creación de rituales. El desmoronamiento de una personalidad deja la mesa llena de migas: si las reúnes y las amasas, puedes modelar fetiches. (Esta es la primera vez que, mientras escribo, aprendo algo sobre mí mismo.)
La Primera Persona tiene la secreta convicción de que las hormas para zapato son en realidad complejos aparatos de tortura. Tiene, como Constanza, una arraigada fascinación por los autómatas, aunque no es, ni remotamente, un erudito. Su concepción de la prosa es más bien burda: red que sirve para atrapar a las mariposas del sentido. La Primera Persona se refugia en una región paradisíaca de sí mismo cuando sospecha que afuera todo se está yendo a la chingada. Sus circundantes no lo advierten, excepto quizás en el hecho de que tiene blackouts ortográficos.
Decir de la Primera Persona que es un diletante sería un eufemismo: en realidad no hace nada. Pasa las tardes viendo pornografía o abandonando libros a media lectura. No llegaría al extremo de calificar de “culpables” a sus placeres, pero es justo decir que atenta contra sí mismo. La Primera Persona está henchido de posibilidades, como un globo de helio que puede perderse o quedar enganchado en las ramas de un árbol. Su aparato digestivo y su capacidad para olvidar son sistemas análogos.
Todas las decisiones que tomo son tajantes y algunas de ellas son hermosas como las lámparas de araña, y tienen mil cristales tornasoles y un juego complejísimo de luces. Todas son arbitrarias hasta cierto punto y resplandecen en el techo de mi cuarto cuando tardo un poco más en conciliar el sueño. Están como estrellitas fluorescentes, mis decisiones, y componen galaxias provisorias o se hacen las genuinas en mi cielorraso, que rota y se modifica con un vértigo discreto.
La cita de Byron que me enviaste me deprimió mucho a las 7:55, una hora récord. Fue una de esas tristezas repentinas que me hacen planear el playlist de mi velorio. ¿A qué quieres jugar hoy: a los parámetros o a las categorías? Ambos tienen sus ventajas: el uno organiza provisionalmente nuestros afectos y el otro domestica las cosas del mundo. (Mi categoría favorita es “Objetos que empiezan por la letra M”.) Los parámetros, claro, y aunque no nos encante, son más lo nuestro: podemos hacerlos y deshacerlos y darles la vuelta en el mismo día: es un juego infinito que, en cierto sentido, diluye nuestro deseo.
Ayer, mientras cenábamos, se abrió una puerta a otra dimensión junto a nosotros. Te debo una categoría por cumplir los treinta años. Por dos mil pesos mensuales, ¿te cambiarías el nombre a “Personita”? Mensajearnos es una forma de hacer origami con el tedio. ¿Tú crees que existe un límite de tolerancia a la ambigüedad distinto para cada individuo? Si sí, el mío debe de estar a la vuelta de la esquina, y me da miedo que alcanzarlo signifique el derrumbe de todo esto.
Lo más cercano que conozco al mundo de la alquimia es el martini sucio. Tenemos una enfermedad que se llama criptomanía. Hay relaciones que se sostienen en una complicidad exclusivamente lingüística (cuando tienen problemas van al semiólogo). Entre las palabras que no sé si me gustan yo pondría crinolina. Hay otras relaciones basadas en la creación de rituales. El desmoronamiento de una personalidad deja la mesa llena de migas: si las reúnes y las amasas, puedes modelar fetiches. (Esta es la primera vez que, mientras escribo, aprendo algo sobre mí mismo.)
La Primera Persona tiene la secreta convicción de que las hormas para zapato son en realidad complejos aparatos de tortura. Tiene, como Constanza, una arraigada fascinación por los autómatas, aunque no es, ni remotamente, un erudito. Su concepción de la prosa es más bien burda: red que sirve para atrapar a las mariposas del sentido. La Primera Persona se refugia en una región paradisíaca de sí mismo cuando sospecha que afuera todo se está yendo a la chingada. Sus circundantes no lo advierten, excepto quizás en el hecho de que tiene blackouts ortográficos.
Decir de la Primera Persona que es un diletante sería un eufemismo: en realidad no hace nada. Pasa las tardes viendo pornografía o abandonando libros a media lectura. No llegaría al extremo de calificar de “culpables” a sus placeres, pero es justo decir que atenta contra sí mismo. La Primera Persona está henchido de posibilidades, como un globo de helio que puede perderse o quedar enganchado en las ramas de un árbol. Su aparato digestivo y su capacidad para olvidar son sistemas análogos.
Todas las decisiones que tomo son tajantes y algunas de ellas son hermosas como las lámparas de araña, y tienen mil cristales tornasoles y un juego complejísimo de luces. Todas son arbitrarias hasta cierto punto y resplandecen en el techo de mi cuarto cuando tardo un poco más en conciliar el sueño. Están como estrellitas fluorescentes, mis decisiones, y componen galaxias provisorias o se hacen las genuinas en mi cielorraso, que rota y se modifica con un vértigo discreto.
4 Comments:
Es muy interesante, me ha recordado un poco a Mark Strand, lo de la analogía de los dos sistemas, categorizar como domesticar, y otras tantas son geniales, quién es este poeta??
Excelente acercamiento
impecable...
Buenísimo. Dónde puedo leer "Las decisiones" de Daniel Saldaña Paris? Podrías postearlo, por fa?
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