28.2.11

La historia de la poesía (Mark Strand)

Los maestros se fueron y, si acaso volvieran,
¿quién de nosotros los escucharía? ¿quién reconocería
el sonido corpóreo de los cielos o el sonido celestial
del cuerpo, interminable, evanescente, que afinó
nuestros días antes de que los astros inmutables
perdieran su poder? La respuesta es:
ninguno de los aquí presentes. ¿Y qué significado
tiene si vemos las montañas bañadas por la luna
y la ciudad con sus calladas puertas y torres de agua,
y nos dan ganas de subir la voz aunque sea un poquito,
o, a veces, a finales del otoño, cuando la noche apenas florece unos momentos
sobre la cordillera del oeste, e imaginamos ángeles
que bajan por los fríos escalones del aire para darnos aliento
si es que perdimos nuestra fuerza de voluntad,
y nosotros no hacemos más que dormitar, oyendo a medias los suspiros
de esta o aquella brisa que deambula sin rumbo por las granjas fallidas
y los jardines arruinados? Estos días, cuando nos despertamos
todas las cosas brillan con la misma luz azul
que hace apenas instantes llenaba nuestros sueños,
de modo que no hacemos más que contar los árboles, las nubes,
los pocos pájaros que quedan; y después decidimos
que no hay por qué ser duros con nosotros mismos, y que el pasado
no era mejor que ahora, ¿o acaso el enemigo no existe desde siempre?,
y la iglesia del mundo, ¿no estaba en ruinas ya?