22.4.10

Un hombre joven, de viaje (Denise Levertov)

Le teme a la franqueza
de las mujeres, que le resulta atractiva,
pero que al acercarse a escuchar lo que dicen,
quizá le cause repulsión; o acaso ellas lo ignoren.
Esta mañana, tras el velo perezoso de la luz
del sol, hecho de miel pálida y clara,
que vertió la cuchara azul del cielo,
se reían y hablaban, mientras tomaban un café,
sobre sus desventuras, sus amantes, sus propios cuerpos,
y no se detuvieron cuando él
abandonó la sombra de interiores
para pisar la piedra, encantada y con vetas,
de la terraza y se sentó con ellas.

Si, de las tres, cualquiera hubiese estado sola,
seguramente la presencia de él la habría transformado,
él habría notado ese destello,
ese dejar de lado su propia soledad
para hacerle un espacio.
Las tres juntas parecen casi ciegas a él.

Más tarde, cuando ellas ya se han ido
a ver cómo se soplan las burbujas de vidrio
con precisión fantasmagórica,
él se toma una góndola, deja atrás los palazzos,
cuenta puentes. No es (piensa en algún lugar
oscuro de su mente, en una intersección
de dos canales poco transitados)
que quiera toda su atención:
eso me exigiría una respuesta
que nada me asegura que podré
dar. Ahí es cuando veo su libertad de criaturas,
la forma en que ellas pueden arrojarse hacia el día,
igual que como yo, que nado bien,
me arrojo a veces al mar desde una lancha:
y las envidio.

Si ellas se hubiesen detenido (piensa)
cuando yo me acerqué hasta donde estaban,
de haberse interrumpido para reconocerme
como un extraño, ¿yo me habría sentido
más excluido o menos? Su franqueza,
su amistad sin fisuras,
el sol como un encaje en sus cabellos,
las ropas coloridas de las tres,
su mirada amistosa pero sin piedad,
sin la piedad de la distancia… Cuando
me reciben, me pasan entre risas la leche,
entre risas y aun la confesión de sus propios problemas,
sobre los cuales hablan con tanta sencillez y libertad
que me da miedo.

La góndola atraviesa
como con un suspiro de triunfo el Gran Canal,
en toda su amplitud y resplandor,
las fachadas doradas, los vaporetti y su bullicio,
las palomas que vienen volando de la piazza.
Le paga al gondoliero silencioso,
a quien no tiene nada que decirle,
ni cómo convencerlo de que es una persona, y desembarca
y se va caminando hasta el hotel, a esperar otra vez
que vuelvan las mujeres, atraídas
por aquello que él teme.