8.2.10

Meditaciones sobre una cornisa (Amy Benoit)

Cuando volvía a casa el otro día,
cargada con las bolsas de las compras
en la canasta de mi bicicleta,
di la vuelta a una esquina y me detuve:
un camión de bomberos taponaba
la calle; una figura diminuta,
en la ventana de un noveno piso,
agitaba frenética los brazos
encaramada sobre la cornisa;
y un grupo heterogéneo de curiosos
se había congregado en la vereda:
dos jubilados señalando el cielo,
él apoyado en su andador, su esposa
haciéndose visera con la mano;
un par de adolescentes con sus piercings
y sus mochilas del colegio, enviándose
mensajitos de texto el uno al otro;
dos policías gordos que tomaban
café en vasos de plástico, apoyados
sobre el capot de un patrullero, mientras
un tercero le hablaba por megáfono
al potencial suicida; un camarógrafo
de incipiente calvicie, con la cámara
junto a él en el suelo, ociosamente
mascando chicle; y una periodista
con su espejo de mano, retocándose
el maquillaje mientras esperaba
para salir al aire.

Yo seguí
mi camino. Ya en casa, horas más tarde,
prendí el televisor de la cocina
para mirar el noticiero mientras
preparaba la cena. Oí que hablaban
del hombre que había visto en la cornisa:
trabajaba limpiando las ventanas
de algunas oficinas de la zona.
Lo habían disuadido los bomberos.
Cuando lo entrevistaron, declaró:
“Yo me pasé la vida en la cornisa.
No sabía qué más podía hacer”.

En la cocina, tras la cena, sola,
mientras fregaba la olla que había puesto
en remojo, me puse a pensar qué hace
que una vida reclame la atención
de las demás. Y fui a acostarme al cuarto.
Mi marido dormía con la tele
en un canal de compras. En su mesa
de luz, el velador aún estaba
prendido. Nuestra foto había quedado
mal apoyada sobre un libro, al borde.