10.9.12

Subterráneo (Robin Myers)


No se preocupen, no, no se preocupen,
no se preocupen, dice, las únicas palabras
que se distinguen en la confusión,
mientras que se pasea por la jaula
del vagón sin camisa, con los músculos
bien definidos, y proclama otras
cosas indescifrables, con la urgencia
de un martillero, errático y resuelto,
el torso recubierto de puñales y cruces
dibujados con tinta y ahora borroneados,
sacudiéndose al ritmo de un reloj
invisible o destruido. Damas y caballeros,
no se preocupen, por favor no se preocupen,
espeta. Lo que a mí me preocupa es el ruido
que sale del morral que tira ante sus pies,
y me tenso y me aprieto contra el que tengo al lado,
un amigo al que estaba intentando contárselo
todo. Después el orador se agacha,
abre con las dos manos el paño y se arrodilla
frente a los vidrios rotos, y los mira a los ojos
como se mira a un chico que llora y necesita
un abrazo o un reto. Damas y caballeros,
damas y caballeros, no se preocupen, dice,
y agarra un vidrio roto y se lo pasa por el brazo;
mira fijo hacia abajo, y no se inmuta
y no deja de hablar. No se preocupen.
No te preocupes, cirujano,
que preparás tus manos firmes;
vos tampoco, minero, que perforás la tierra.
No te preocupes, conductor del subte,
azafato de un mundo perforado,
cartógrafo desempleado
que vas hacia adelante todo el tiempo.
Todos los padres son fantasmas.
Todo contacto es un obstáculo.
Me doy vuelta. Mi amigo me toca la rodilla
y no me mira. Dos días atrás subimos
a un claro en lo más alto de una montaña, donde
nos abrazamos sudorosos y exultantes,
mientras el viento abría
todos los ruidos que nos circundaban
y arrojaba hacia el cielo los pedazos.
Gracias, dice ahora el hombre
que se abrió surcos en la piel, camino
a la estación de ómnibus.
Gracias, repite, gracias, y va dejando un hilo
de sangre tras sus pasos.
Y las puertas se cierran detrás de él.
En verdad, al bajar,
no nos tocamos nunca.