31.3.11

Coloquio (Weldon Kees)

Bajo una luz quebrada, con un tiempo de búhos
y telarañas en el pasto al filo de las hojas,
yo me amparé en el cielo y la delgada luna
para pedirle su opinión al gato y descender
una colina herbosa; me lo encontré postrado
en la glorieta, un bulto envuelto en sombras,
peludo y somnoliento. Dije: “Traigo,
además de este plato con hígado y un poco
de queso, los tormentos habituales,
y la sorpresa acostumbrada de por qué
estamos vivos y de por qué este mundo
se adelgaza y perece, como me pasó a mí,
cribado como estoy al fondo del silencio.
¿Dónde estamos ahora? ¿Hay algo que sepamos?”.
(Ahora es otra noche y su mirada perdura).
“Dame el plato”, me dijo.
Y obtuve su respuesta, sabia como la tuya.

28.3.11

La habitación de arriba (Weldon Kees)

Debe haber sido en marzo que a la alfombra se le hizo un agujero.
Ahora pasan los días y yo miro
los tablones combados de pino que clavó el padre de mi padre,
las vetas caprichosas. Se ven, donde el vacío lo permite,
ochenta años de huecos; cuatro generaciones de zapatos
se tropiezan, chirrían y se caen
al suelo que mi padre mancilló
con sangre nueva que caía de su cabeza. La corriente de aire
que trae las fogatas de otoño y los cigarros centenarios
y el brutal y magnánimo humo de esa pistola, aún persisten.
Para marzo, la alfombra estaba tan raída como el pasado.
El tejido se pudre como las vidas a las que nos aferramos. Ya es agosto,
y el piso está desnudo, liso por el desgaste,
y, en lo que hace a mi vida, es imperecedero.

24.3.11

Las cartas de amor de mi abuela (Hart Crane)

No hay más estrellas esta noche
que las de los recuerdos,
y sin embargo, cuánto espacio queda para el recuerdo
en el holgado cinturón de la llovizna tenue.

Incluso queda suficiente espacio
para las cartas de la madre de mi madre,
Elizabeth,
que han estado guardadas tanto tiempo
en un rincón de la buhardilla
que están humedecidas y marrones,
y quizás se podrían derretir como nieve.

En un espacio de esas dimensiones,
es necesario dar pasos muy cuidadosos.
Todo pende de un invisible pelo blanco,
y tiembla como ramas de abedul que tejieran una red en el aire.

Y me pregunto:

“¿Tenés los dedos suficientemente largos
para pulsar esas antiguas teclas que no son sino ecos?
¿Tendrá el silencio suficiente fuerza
para llevar la música de vuelta hasta su origen
y otra vez hasta vos
igual que si estuviese llevándosela a ella?”.

Y sin embargo yo llevaría a mi abuela de la mano,
y le haría ver cosas que mayormente no comprendería;
y por eso tropiezo. La lluvia continúa cayendo sobre el techo
y suena como a risas de piadosa dulzura.

21.3.11

Un nombre para todos (Hart Crane)

Polilla y grillo que huyen de la página y siguen
aleteando, inocentes del nombre que clavamos
a sus cuerpos, a fin de aliviar nuestra envidia
de lo libres que son –debemos mutilar

porque somos usurpadores desencantados–,
en nuestra mano les lastimamos el ala.
Tenemos nombres hasta para ceñir el viento;
mas, como ellos, debemos morir para entender.

Soñé que los humanos, librados de sus nombres,
cantaban como cantan quienes hacen sus días
con aleta y pezuña y con ala y colmillo,
en libertad, sagrados, con sólo un Nombre siempre.

17.3.11

Exilio (Hart Crane)

Mis manos no tocaron placer desde las tuyas,
ni mis labios soltaron risas desde el adiós,
y con el día crece otra vez la distancia,
sin voz, un caracol desenrollado, entre ambos.

Pero el amor perdura, solitario y hambriento.
Cada noche me aferran con urgente dulzura
el corazón dos alas de paloma, y la piedra
engarzada en mi anillo, gastada brilla más.

14.3.11

Incendio (Mark Strand)

A veces, cuando había un incendio yo entraba caminando;
salía sano y salvo y proseguía mi camino:
para mí era tan sólo algo más que había hecho.
Extinguir el incendio se lo dejaba a otros,
que venían corriendo hacia la nube de humo con escobas y mantas
para apagar las llamas. Tras lograrlo, formaban un grupito para hablar
de lo que habían visto, y de lo afortunados que habían sido
de contemplar el lustre del calor, el efecto que tienen las cenizas
de mover al silencio; pero aun más de haber conocido el perfume
del papel que se quema, el rumor de palabras
exhalando su último suspiro.

10.3.11

Ficción (Mark Strand)

Pienso en las vidas inocentes de los personajes
de las novelas que saben que morirán,
pero no que termina la novela. Qué diferentes son
de nosotros. Acá, la luna mira, muda,
a través de las nubes dispersas la ciudad dormida,
y las hojas caídas se arremolinan con el viento,
y alguien –que soy yo–, apoltronado en una silla, hojea
las páginas que faltan, sabiendo que no tienen mucho tiempo
el hombre y la mujer en el cuarto alquilado,
la luz roja encendida encima de la puerta, el lirio que proyecta
su sombra sobre la pared; no tienen mucho tiempo
los soldados debajo de los árboles a la vera del río,
los heridos que son transportados a alguna
ciudad del interior donde se quedarán;
la guerra que duró ya tantos años va a llegar a su fin,
igual que todo lo demás, excepto una presencia
que cuesta definir, un rastro, como el olor del césped
tras la lluvia nocturna, o el resto de una voz que nos avisa,
sin tener que explicarlo abiertamente, que no desesperemos,
y que si llega el fin, pasará eso también.

7.3.11

La vida en el valle (Mark Strand)

Como tantas ideas brillantes –fáciles de comprender
pero difíciles de creer–, aquella que decía que detestábamos este lugar
fue dejada de lado y olvidada luego. Estos impredecibles vientos
sobre el lago en llamas, que presionaban hacia abajo y traían consigo
un polvo eléctrico resplandeciente, un aire ceniciento saturado de hojas
–caídas, fantasmales– que oscurecían el valle, llenándolo de un eco
de ráfagas, no fueron suficientes para echarnos de ahí.
Tampoco aquellas veces en que el sol apagado del invierno
depositó una media luz helada sobre las quebradas
y unas tormentas silenciosas sepultaron los circuitos
de alta montaña con nevadas muy copiosas. Nosotros nos quedamos
puertas adentro. Nuestros amigos nos dijeron que las vistas
–la luz de las estrellas sobre la agrupación de cúpulas y torres, la luna congelada
sobre el vidrio del agua– eran hermosas. Y estuvimos de acuerdo, y empezó
a gustarnos ver cómo los caballos de hierro se oxidaban en los campos, y las aves
volando con las alas extendidas, con sus huesos de plata reluciendo a la orilla
del agua, y, a lo lejos, la gran masa de nubes quietas, como de plomo.

3.3.11

XL (Mark Strand)

¿Cómo puedo cantar, cuando no tengo la sensación ni la esperanza
de que algo del paraíso va a persistir en mi canción,
de que un roce de aquellas largas tardes de verano,

con sus pastos de oro que se derramaban bajo el azul sin mácula del cielo,
va a hacer su hogar en otro lugar imaginario?
¿Habrá alguien ahí para tocar la viola, alguien que aún

les dé importancia a las canciones tristes? Y después de irme, como debo,
y de volver, pasando por el reloj de arena, ¿voy a haber demostrado
que vivo contra el tiempo, que la seda de las canciones que canté

no va a perderse? ¿O voy a haber probado que lo que amo,
sea lo que fuere, me es intolerable, y que el paisaje del Leteo
nunca mejorará, y que lo que canto, sea lo que fuere, siempre es un vacío?