30.8.10

El chico enamorado de su amiga (Chris Talbott)

Como un día de sol con mucho frío;
como perros que, en medio de la noche,
se ladran a lo lejos; como un árbol
podado; como un trébol de tres hojas;
como la cáscara de una manzana
retorcida en un plato; como un vaso
medio lleno; como una lista en lápiz
de las compras con todos los artículos
tachados, menos uno; como fiesta
de cumpleaños a la que todavía
no empezó a llegar gente; como el hipo;
como uno en el espejo de costado.

26.8.10

Me gustás tanto (Frank Shaughnessy)

a Sigrid

Me gustás tanto que me tatuaría
tu nombre en un lugar un poco absurdo
del cuerpo –a lo mejor en los nudillos
o en la planta del pie– o en una zona
especialmente dolorosa –como
en la columna vertebral o sobre
las costillas– para así recordar,
cada día que pase en este mundo,
cuán vergonzoso es el amor y cuánto
duele; y también para poder mentirles
a otras amantes cuando me pregunten
quién fuiste. Pero no quiero que vos
te tatúes el mío en ningún lado,
para que ningún otro sepa nunca
que te quisieron como yo te quise.

23.8.10

Cowboys de la impermanencia (LeRoy S. Davis)

Éramos cowboys de la impermanencia,
más rápidos que nuestra propia sombra:
ahora me ves, ahora no me ves.

Éramos el caballo de los dos:
cada beso era un cactus lleno de agua,
un arma oculta en una biblia hueca.

Éramos monjes del gatillo fácil:
ahora me ves, ahora no me ves.

20.8.10

5 años



Este blog cumple hoy su primer lustro. Gracias a todos por pasar y leer.

19.8.10

Nuestros últimos días (LeRoy S. Davis)

Cuando supimos que llegaba el fin,
con nuestras propias manos construimos
una choza en la playa, usando ramas,
plumas, paja, pedazos de botella
y fierros retorcidos. Como viga
central, que apuntalara el edificio,
colocamos un hueso de ballena:
nuestro hogar era limpio y espacioso,
y el sol bañaba todo desde arriba,
por una claraboya. Y aunque casi
se nos fue todo el tiempo que quedaba
en la tarea, no entramos en pánico.
Al terminar, pusimos unas sillas
afuera, y nos sentamos a esperar:
nos abrazamos una vez o dos,
bebimos té y jugamos a las cartas.
Y cuando finalmente llegó la hora,
un elefante gigantesco y blanco
salió del mar, y nos llevó en su lomo
a un horizonte de salvaje espuma.

16.8.10

La expedición polar (LeRoy S. Davis)

Cuando zarpó la expedición polar
pensé en tu cuerpo, y en la nube cálida
que tu aliento dejaba en los cristales
de nuestra casa de madera y piedra.
Hizo buen tiempo los primeros días;
las islas que encontrábamos estaban
cubiertas con arena y aguanieve,
y desiertas, excepto una palmera
ocasional o dos, temblando al viento
helado. Llovió, luego. La moral
de la tripulación seguía alta,
de todos modos: se comía bien.
A medida que fuimos avanzando
con rumbo norte fue arreciando el frío:
vimos pasar un témpano gigante
con un camello congelado encima.
Luego avistamos un islote árido,
que tenía un peñasco enorme en medio,
rodeado de una niebla que ocultaba
la cima; decidimos explorarlo.
No bien tocamos tierra, percibimos
un olor a carroña y cocaína
mal cortada, que nos produjo náuseas;
a lo lejos se oía un aleteo
ominoso, que nos instó a escapar.
Seguimos adelante. Las raciones
eran menos copiosas. Cuatro o cinco
ya conspiraban para amotinarse;
logramos reprimirlos con esfuerzo
y el agua helada fue su sepultura.
Luego hubo un brote de disentería,
que el médico de a bordo sofocó,
pero que se llevó consigo a algunos;
otros enloquecieron por el hielo
y, como a perros, los sacrificamos:
no había más remedio. Proseguimos,
cada vez más diezmados, hasta al fin
ver tierra firme; o más que tierra, nieve.
Éramos tres: el cocinero, el médico
y yo; los otros ya habían muerto todos.
Bajamos con las pocas provisiones
que nos quedaban –mayormente latas–,
y sin otra defensa que unos rifles
que lanzaban bengalas. Nos juramos
no separarnos nunca. Día y noche
avanzamos, buscando sin saber
bien lo que estábamos buscando. Pronto
se acabó la comida. Una mañana,
al despertar, faltaba el cocinero;
nos pareció, a cierta distancia, ver
su delantal manchado que giraba
dentro de un remolino. La ventisca
no impidió nuestro avance por el llano
de hielo; ya alcanzaba a distinguirse
más adelante, sobre el horizonte,
un resplandor que contrastaba incluso,
por su potencia, con el mismo sol.
Pocos días más tarde, cayó enfermo
el médico. A pesar de estar muy débil
me instruyó en el manejo de unas algas
que le apliqué sin éxito. Poco antes
de morir, me pidió que prometiese
que haría cualquier cosa (“Cualquier cosa”,
me repitió, mirándome muy fijo)
por llegar a la fuente de esa luz,
y yo logré sobreponerme al asco
y comí. Ya con fuerzas renovadas,
continué mi camino. Al día siguiente
llegué a un prado de escarcha. Allí vi un pozo:
de su interior brotaba una luz pura
que iluminaba tierra, mar y cielo
con una claridad que encandilaba.
Tímidamente me acerqué hasta el borde
y me asomé a mirar qué había dentro:
sentí de pronto que me disolvía;
me vi caer y oí mi propia voz,
como si fuera de otro, repitiendo:
la oscuridad, la oscuridad me abraza.

12.8.10

El emperador del helado (Wallace Stevens)

Llamen al que arma los cigarros gruesos,
al musculoso, y pídanle que bata
concupiscentes cuajos en un bol.
Que las muchachas anden por ahí
con los vestidos que les gusta usar.
Y que los chicos vengan con sus ramos
envueltos en papel de diario viejo.
Dejen que se termine la apariencia.
No hay otro emperador que el del helado.

Retiren de la cómoda de pino,
ésa a la que le faltan dos perillas
de vidrio, aquella sábana que tiene
las palomitas que bordó hace tiempo
ella misma, y extiéndanla de forma
que le tape la cara. Si los pies
callosos sobresalen, será para
mostrar qué fría y qué callada está.
Que la lámpara, fija, la ilumine.
No hay otro emperador que el del helado.

9.8.10

El Infante (Fernando Pessoa)

Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace.
Dios quiso que la tierra fuese una,
que el mar uniera y ya no separase.
Te hizo, y fuiste deshaciendo espuma.
La orla blanca fue de isla en continente,
clareó, corriendo, hasta el confín del mundo;
se vio la tierra entera, de repente,
surgir, redonda, del azul profundo.
El que te hizo, portugués te hizo.
De nosotros y el mar fuiste señal.
Se cumplió el Mar, y el Reino se deshizo.
Señor, falta cumplirse Portugal.

5.8.10

Un viejo se va de la fiesta (Mark Strand)

Cuando dejé la fiesta quedó claro
que si bien yo pasaba los ochenta, todavía tenía
un cuerpo hermoso. La luna relumbraba como acostumbra
en tiempos de introspección profunda. El viento contenía
el aliento. Y mirá, alguien dejó un espejo apoyado en un árbol.
Después de asegurarme de que estaba solo, me saqué la camisa.
Las flores de la yuca bajaron sus cabezas bañadas por la luna.
Yo me saqué los pantalones, y volaron en círculos
por sobre las secuoyas las urracas.
Allá abajo, en el valle, el río seguía su curso.
Qué raro estar en medio de la nada, yo solo con mi cuerpo.
Sé lo que estás pensando. Yo alguna vez fui como vos.
Pero ahora, que tengo ante mí tantas cosas, tantos árboles
de color esmeralda, estos campos blanqueados de maleza,
y montañas y lagos, ¿cómo no ser yo mismo y nada más,
este sueño de carne, de a un instante por vez?

2.8.10

Nevada (Mark Strand)

Mientras mirás cómo la nieve cubre el suelo
y se cubre a sí misma, y cubre todo
lo que no sos, vos ves que es una ráfaga de luz
que sopla sobre el ruido del aire, arrebatando el aire mismo;
es el depositarse de un instante encima de otro instante,
el entierro del sueño, el plumón invernal, el negativo de la noche.