20.8.07

Sapph. 31

Semejante a los dioses me parece
ese hombre que, sentado frente a ti,
desde muy cerca escucha cómo le hablas
con dulzura

y te ve sonreírle, seductora:
eso me hace parar el corazón,
pues si te miro apenas un instante,
pierdo el habla;

la lengua, silenciosa, se me quiebra;
y un fuego delicado me recorre
la piel; no ven mis ojos y me zumban
los oídos;

me cae un sudor frío, y un temblor
se apodera de mí; me pongo pálida
como la hierba, y próxima la muerte
me parece.

Pero yo todo lo soporto, porque…

8.8.07

Uno de Jorge Esquinca

ORACIÓN A LA VIRGEN DE LOS RIELES



Bendice, blanca Señora, al más humilde de tus peones.
Concédele vía libre para llegar a Ti.
Ilumina sus noches con el carbón encendido de las máquinas.
Que tus ojos claros sean, en toda encrucijada, brújula y linterna.
Todo tren un potro ligero hacia tu Reino.
Llévalo, gentil Señora, de la mano sobre los durmientes.
Administra, con tu prudencia infinita, su pan de cada día
y cubre con tu sombra favorable los rieles errantes de su casa.
Aquieta sus pasiones,
deja escapar en la medida justa el vapor de su caldera.
Apártalo del estruendo de furgones y góndolas salvajes.
En el vasto ferrocarril, de sus breves días, no les des asiento
en el gobierno,
pero guárdale siempre un sitio discreto en el vagón de tu
confianza.
Bendice, blanca Señora, Virgen de los Rieles, a tu hijo más
humilde:
tierra suelta que dispersas con tu manto.

2.8.07

Fin (Sharon Olds)

Nos decidimos a abortar, y juntos
nos volvimos asesinos. No cambió nada con
el próximo período: estaba muerta, esa pareja joven
que alguna vez había abrazado la vida.
Mientras lo discutíamos en la cama, el choque
no nos sorprendió. Fuimos a la ventana,
y miramos los autos hechos un acordeón,
las esquirlas de vidrio reluciente,
como si los culpables fuéramos nosotros.
La policía retiró los cuerpos,
ensangrentados como bebés recien nacidos,
por el huequito humeante de la puerta,
los colocó en el césped, y los cubrió con sábanas
que se empaparon en el acto. Sangre
empezó a caer de entre mis piernas
y manchó mis pantuflas. No me moví de ahí,
viendo cómo arrojaban a la figura atada con correas
por la abertura negra de la ambulancia, y cómo
paraban a la otra, la cabeza cubierta con vendajes,
dos manchas en reemplazo de los ojos.
La mañana siguiente me tuve que agachar
una hora en el piso, para limpiar mi sangre,
frotando un trapo húmedo por las manchas brillosas
y traslúcidas, como quien deja la sartén
largo rato en remojo
después de que la fiesta terminó.