30.6.11

Movimiento (Denise Levertov)

Hacia no ser el centro
de gravedad
de nadie.

Un deseo de amar:
no de inclinarse
hacia otro, y caer,
sino sentir dentro de uno
una barra de acero
flexible, vertical,
que corra paralela a la columna
pero más larga,
que permita estirarse;
un trampolín solemne, vertical
que le deje al espíritu
lanzarse hacia el espacio.

27.6.11

Poema de amor (Denise Levertov)

“Somos buenos el uno para el otro”.
X

Lo que me das
es el extraordinario
sol que vuelca su luz
sobre los árboles atónitos.

Una rama
con bayas que se agita

bajo las patas de algún pajarito.

Conozco otros deleites –tienen un gusto amargo,
parecen destilados de raíces,
y sin embargo tengo sed de ellos.

Pero vos–
vos me das
ese rayo dorado de la luz
del día en la medianoche
del cuerpo,
la tibieza del mediodía de otoño
entre las sábanas, en la penumbra

23.6.11

Vivir mientras se pueda (Denise Levertov)

El joven olmo que hay que derribar
puesto que sus raíces horadan las paredes de la casa
me toca la ventana y la rasca con urgencia,

pero cuando lo miro se queda inmóvil. O si casualmente
me doy vuelta, sus hojas parecieran ser ojos,
toda la copa con sus ramas y hojas
una cara que aplasta la nariz contra el vidrio,

y lo deja empañado, deseando ver con claridad mi vida
cuyo término es aún desconocido.

20.6.11

Cómo sería mi casa si fuera una persona (Denise Levertov)

Sería un animal, esta persona.
Este animal sería grande, al menos del tamaño
de una bestia de carga. Como las vacas, rumiaría,
y tendría, como ellas, múltiples estómagos.
Nadie podría seguirlo a través de la espesura
para observar sus hábitos reproductivos.
Al encontrarse oculto debajo del pelaje,
sería muy difícil determinar su sexo.
Definitivamente, desalentaría
toda investigación. Pero, si no lo provocásemos,
sería un animal amable y amistoso,
y tan confiado como un carbonero.
Tendría una inteligencia de orden superior,
ni humana ni animal, más bien como de duende.
Ronronearía, también, aunque, siendo una casa,
sería uno el que se sentaría en la falda de ella,
y no al revés.

16.6.11

Uno de Carlos Mastronardi

ENTRADA EN EL DESIERTO



Dicen que en este lugar he vivido,
pero no reconozco ni personas ni casas,
que si alguna vez miré, se disiparon.
Paso junto a unas puertas y unos patios sin voces,
indescifrables, mudos,
como si los hubiesen dejado en un desierto.
Nada de lo que tuve me espera en este pueblo.
A quién preguntar por aquel árbol
y por aquel jilguero que cantaba
en la serena siesta, si no quedan recuerdos,
y las cosas existen y se afirman
en el pasado mutuo, cuando alguien las comparte
y no se derrumbaron con las almas.
Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Sólo advierto - quimera y simulacro -
unas sombras ruidosas, unos rostros anónimos.
Quiero saber de aquella madreselva
que era agasajo y sueño de unas tapias
rojizas, vacilantes por el lado del río.
Nadie responde. Llegan los meses agradables
y es otra, sin embargo, esta delicia,
esta luz que en noviembre inspira al pájaro.
Regreso después de años, y me digo
que en los acuerdos íntimos se asienta
la realidad incógnita. No hay señales ni me ampara
esa querida gente que acaso huyó con ella.
Ya no queda ninguna,
ni siquiera enemigos para exaltar el ánimo.
No encuentro el sauce pródigo que me obsequiaba sombra,
ni esa piedra pulida por el tiempo,
ni aquel grillo selvático que esperé muchas tardes.
Yo estaba y era en ellos. Me ayudaron
a cavar el abismo del futuro.
En las cosas me apago,
ya que, agónica y siempre, la versátil sustancia
vacila entre su fin y su principio
en vaivén que consume nuestros días.
Todos han muerto. Espejo sin imagen,
enfrento una penumbra despoblada.
El pasado se adueña de la noche
y anda en el lastimado viento solo,
que al desvelar distancias
sufre un idioma de ladridos pobres.
No hay un alma. Lo extinto reaparece
cuando la vida calla, y se apacigua
para sentir más cerca los ausentes.
Busco una calle, piso unas baldosas,
donde mis lentos pasos no resuenan
y doy con unas casas ignoradas
sin poder recobrarme. Soy ahora el extraño
que ha perdido las huellas del tiempo aquí dejado.
Esperaba un jardín, y miro un páramo.
El mundo real se oculta. Aquí no hay nada.

13.6.11

Una araña paciente y silenciosa (Walt Whitman)

Vi una araña paciente y silenciosa,
que estaba quieta, sola, posada en un rincón,
e investigaba el vasto espacio vacío alrededor de ella,
lanzando un filamento tras de otro de su cuerpo,
sin cesar, de manera infatigable.

Vos también, alma mía, que estás ahí parada,
rodeada, separada, en inmensos océanos de espacio,
reflexionando sin cesar, aventurándote, arrojando, buscando las esferas para unirlas,]
hasta que al fin el puente que necesitarás se haya formado, hasta que el ancla dúctil quede fija en su sitio,]
hasta que al fin la telaraña que tejés quede agarrada de algún lado, alma mía.]

9.6.11

Qué soy después de todo (Walt Whitman)

¿Qué soy después de todo sino un chico, que escucha con deleite
su propio nombre, y lo repite una y otra vez?
Me hago a un lado y escucho –y no me canso nunca.

Lo mismo ha de ocurrirte con el tuyo;
¿pensabas que no había más que dos o tres maneras de pronunciar tu nombre?

6.6.11

Yo soy ese dolido por amor (Walt Whitman)

Yo soy ese dolido por amor.
¿No gravita la Tierra? ¿La materia doliente no atrae a la materia?
También mi cuerpo a todo aquello que conoce.

2.6.11

Ay, vivir siempre, estar siempre muriendo (Walt Whitman)

¡Ay, vivir siempre, estar siempre muriendo!
Ay entierros de mí, presentes y pasados,
ay de mí que camino hacia adelante, visible, material, como siempre imperioso;
ay de mí y lo que fui durante años, que ahora murió (no me lamento de ello, estoy conforme);
Ay, desembarazarme de esos cuerpos míos muertos, que después de arrojarlos me doy vuelta a mirar,
y seguir adelante, (¡Ay vivir, vivir siempre!), y dejar esos cuerpos muertos detrás de mí.