Globus hystericus (Caitlin Makhlouf)
Damas y caballeros, respetable público: me presento hoy ante ustedes no sólo con el fin algo mezquino de restregarles todo mi talento en el hocico, como a los cachorros a quienes una y otra vez sus amos intentan enseñarles etiqueta –y fracasan; de hecho, vengo a verlos con una oferta revolucionaria: se trata de una máquina que trueca, tras algunos chirridos trabajosos, la ansiedad en objetos materiales. Hay una salvedad, de todas formas: como el oráculo que, siempre oblicuo, dictaba su sentencia, este aparato es no figurativo. Por ejemplo, vos, rubiecita de la fila siete: la expresión de tu cara me permite ver qué clase de alquimia esperarías de mi dispositivo, a cambio de esa tensión que te carcome desde adentro: una choza a la sombra de un banano junto al cauce de un río rumoroso. (No, no me digas si acerté. No importa). El resultado, sin embargo, bien podría ser muy diferente: un Ford Edsel 57, con algunos rayones, pero en excelente estado amén de ese detalle. O una toga de satén transparente. Y otro ejemplo: vos, el hipocondríaco que está sentado en la primera fila, al borde del pánico, aferrado a la butaca, sé que querrías transformar el globo que late en tu garganta y que la oprime en un triunfante zepelín que surque un cielo de tormenta entre relámpagos de fuego –no, no te hagas ilusiones: más fácil que la máquina te entregue a cambio de tu evanescente síntoma una horma de queso antropomorfa; con o sin agujeros, es lo mismo –o quizá… No, esta vez no veo claro. En fin. Supongo que querrán saber, estimadísimos colegas, damas y caballeros del jurado, cómo funciona el artefacto. El mecanismo es un poco nostálgico, y se basa en correas, poleas y engranajes. Pero no se imaginen que lo impulsa un hámster con equipo de gimnasia, bandana y zapatillas futuristas, corriendo o pedaleando enloquecido y sudoroso. En su interior, en cambio, verán que hay un homúnculo sin rostro, inmóvil, en perturbadora calma, que adquirirá de a poco sus facciones y al fin acabará por reemplazarlos.