29.8.11

XLIV (Mark Strand)

Recuerdo estar parado frente a la rompiente de las olas,
con más miedo del ruido que del agua:
me tapé las orejas y corrí hacia mi madre

y esperé que me llevaran a la casa en la ciudad,
donde había silencio y no se oía el mar en los alrededores.
Y sin embargo, el mar en sí, ver cómo se extendía

hasta donde la vista alcanzaba a abarcar, me fascinaba.
Tan sólo su rugido daba miedo. Y ahora, años después,
son justamente su sonido y su tamaño lo que tanto me gusta

y lo que extraño en mi exilio tierra adentro entre montañas
que en nada cambian salvo por la luz
que las tiñe, o la nieve que las vuelve lejanas

o las nubes que las elevan y las hacen parecer mucho más altas
de lo que son. Y se las representa sin que tengan nada
del misterio del mar que crea sus propios cambios.

Los encuentros con uno y otras deben forzosamente diferir;
de todos modos, si tuviera que elegir, contemplaría el mar
y me abandonaría a sus sonidos que alguna vez me dieron tanto miedo.

Pero en aquellos días qué sabía del placer de la pérdida,
del borde del abismo que se acerca con susurros
y tormentas, un enorme animal hecho de agua quebrándose en las rocas,

lanzando sus estrellas de sal, su estrépito de nubes espumosas.

25.8.11

I (Mark Strand)

En la noche sin fin, en medio de la oscuridad que empapa,
yo tengo puesto un traje blanco que brilla
entre las hojas negras que caen, entre

las lunas recubiertas de insectos de los postes de luz.
Camino entre los árboles de color esmeralda
en la noche sin fin. Voy cruzando

la calle, luego desaparezco cuando doblo la esquina.
Brillo al atravesar el parque, rumbo
a la estación donde me están esperando los otros.

Muy pronto viajaremos por la oscuridad sin sonido,
con fuegos para guiarnos por el áspero terreno
de la noche sin fin. Y tengo puesto

un traje que opaca hasta la luna, que brilla deslumbrante
cuando entro en la estación donde los otros
susurran que la luna

no es más impedimento que cualquier otra cosa,
y que, si alguien sufre, se pueden comprar alas
por monedas o cambiarlas por armas, que las reglas

de la tierra se aplican asimismo a quienes se disponen a partir,
que es mejor estar listos, puesto que la ceniza
del cuerpo es insignificante y no viaja muy lejos.

22.8.11

XVI (Mark Strand)

Es cierto, como dijo alguien, que en
un mundo sin cielo todo es despedida.
Sin importar si vos saludás con la mano,

aun así es despedida, y si no brotan lágrimas de tus ojos,
es despedida igual, y si fingís no haberte dado cuenta,
odiando lo que pasa, también es despedida.

Es despedida de una forma u otra. Y las palmeras que se inclinan
sobre la laguna, verde y radiante, y los pelícanos
que se zambullen, y los cuerpos brillosos de los bañistas que descansan,

son etapas de una quietud final, y el movimiento
de la arena y del viento, y las secretas contorsiones del cuerpo,
son parte de lo mismo, una simplicidad que hace del ser

una ocasión para el lamento, o una ocasión
digna de celebrarse, ¿o si no qué otra cosa puede hacer uno
al percibir el peso de las alas de los pelícanos,

la densidad de las sombras de las palmeras y las células
que oscurecen la espalda de los bañistas? Estas cosas van más allá
de lo azaroso, con sus distorsiones, y de las evasiones de la música. El final

vuelve a representarse una y otra vez. Y lo sentimos
en las tentaciones del sueño, en la maduración de la luna,
en el vino y en su espera en la copa.

18.8.11

Una noche de invierno (Mark Strand)

Fui a una fiesta de estrellas de Hollywood,

que deambulaban por ahí, citaban sus memorias y bebían.

La más linda de todas se sacó el vestido, se hincó

de rodillas y dijo que sólo su marido había vislumbrado

la tenebrosa flor de sus partes pudendas, y que él era un príncipe.

Una línea de luz cabalgó por la curva de sus pechos

hasta los deslumbrantes eslabones de su collar y luego se estrelló.

Afuera, en el jardín, los Plateros cantaban “Twilight Time”.

“Caen las celestiales sombras de la noche…”. Esto era un sueño.

Después, fui a la ventana y me puse a observar a un enorme toro rosa,

en un campo nevado. La luna le bañaba el lomo con su luz, y el vapor

de su aliento creció hasta envolverlo en una nube de plata.

Cuando alzó la cabeza, soltó un mugido que estalló y retumbó

como si fuese un trueno en los cuartos de abajo. También esto era un sueño.

15.8.11

La famosa escena (Mark Strand)

Los tonos escarlata pulidos del crepúsculo se hunden cuando el fracaso
cubre de sombras la famosa escena: el retrato que pinta de nosotros la naturaleza
sobre la orilla, mientras el sol que inunda todo ensucia las palmeras
y los senderos de madera delante de las filas de pequeñas casas de veraneo.
Los pájaros, callados, se encorvan en los árboles
o esperan bajo los aleros, y un bote, por allá,
corta las olas, dejando tras de sí volutas de vapor.
¿Qué significa haber venido acá tan tarde?
¿Lo sabremos antes de que, extraviado, penetre en la ciudad
el viento de la noche, arrastrando consigo su estela de mar rancio, y cerremos
los ojos para hacerles frente a las mareas del deseo que se ciernen?
Probablemente no. Entonces, que se salga con la suya lo indecible.
Que la luna reluzca y que luego se apague, como va a suceder, y que las flores
de la zanahoria agachen la cabeza por los campos,
y que la oscuridad sea alabada. Nosotros hemos de partir,
hablando con nosotros mismos en voz alta, repitiendo las palabras
que siempre se han usado para describir nuestro destino.

11.8.11

Me va a encantar el siglo veintiuno (Mark Strand)

La cena se enfriaba. Los invitados, con la expectativa de que los encuentros
fuesen de la manera acostumbrada –rápidos, impersonales, azarosos–, estaban
tirados por los cuartos. Las papas estaban duras y las chauchas,
blandas. La carne… No había carne. El sol de invierno había teñido de amarillo los olmos y las casas;
los ciervos iban calle abajo como refugiados; y en la entrada, los gatos
se estaban calentando sobre el capot de un auto. Un hombre, entonces,
vino y me dijo: “Aunque el pasado me encantaba, su oscuridad,
su peso que nada nos enseña, su pérdida, su todo
que no nos pide nada, me va a encantar aun más el siglo veintiuno,
porque en él veo a alguien en pantuflas y bata, pobre y de ojos marrones,
que marcha por la nieve sin dejar detrás suyo ni siquiera una huella”.
“Ah”, dije yo, poniéndome el sombrero. “Ah”.

8.8.11

La rosa (Mark Strand)

Las penas de la rosa crecían cada vez más.
Retorcida en un campo de malezas, la rosa desamparada
sintió una sola vez la brisa del paraíso, y se murió.
Los chicos exclamaron: “Dale, rosa, volvé,
que te queremos, rosa”. Luego alguien les explicó que pronto
tendrían otra rosa: “Queridos míos, vamos
al estanque; inclínense en la orilla y contemplen
sus propias caras que los observan. ¿No la ven ahí ahora,
cómo abre los pétalos, sube a la superficie y se transforma en ustedes?”.
“¡Ay, no!”, dijeron ellos. “Nosotros somos lo que somos. Nada más”.

Qué perfecto. Qué antiguo. Qué irreparable.

4.8.11

El Club de la Medianoche (Mark Strand)

Los talentosos nos han dicho durante años que quieren que los amen
por lo que son, y que en su plenitud, sea cual fuere la suya, ellos también
son vulnerables al crepúsculo, al igual que nosotros. De modo que trabajan
toda la noche en cuartos fríos, donde la luna teje una telaraña con su luz;
durante el día, a veces, se apoyan en sus autos
y miran hacia el valle abrasador, dorado, como caramelizado,
pero más a menudo se sientan en cuclillas en penumbras, con los pies en el suelo;
las manos en la mesa, la camisa manchada de sangre sobre el corazón.

1.8.11

"Lo peor ya pasó" (Mark Strand)

Los parientes están inclinados sobre él, mirándolo expectantes.
Se humedecen los labios con la lengua. Me siento
exhortado por ellos. Alzo al bebé en el aire.
Montones de botellas rotas brillan al sol.

Una pequeña banda toca marchas antiguas.
Mi madre marca el ritmo con el pie.
Mi padre besa a una mujer que se la pasa saludando a otro
con la mano. Hay palmeras.

Salpican las colinas unos chivatos de color naranja,
y tras ellos se mueven unas nubes panzonas. “Dale, nene”,
oigo que alguien me dice, “Dale, nene”.
Yo me pregunto si se largará a llover.

El cielo se oscurece. Hay unos truenos.
“Quebrale las piernitas”, dice una de mis tías,
“Ahora dale un beso”. Hago lo que me dicen.
Los árboles se doblan en el sombrío viento tropical.

El bebé no gritó, pero recuerdo ese suspiro
cuando metí la mano buscando sus pulmones diminutos,
y me puse a agitarlos en el aire, para las moscas. Los parientes me vivaron.
Ya era el momento de que abandonara.

Ahora cuando atiendo el teléfono, encuentro sus labios
en el tubo; cuando duermo, su pelo enmarca
unas facciones familiares en la almohada; donde quiera que mire,
veo sus piecitos. Él es lo que queda de mi vida.