XLIV (Mark Strand)
con más miedo del ruido que del agua:
me tapé las orejas y corrí hacia mi madre
y esperé que me llevaran a la casa en la ciudad,
donde había silencio y no se oía el mar en los alrededores.
Y sin embargo, el mar en sí, ver cómo se extendía
hasta donde la vista alcanzaba a abarcar, me fascinaba.
Tan sólo su rugido daba miedo. Y ahora, años después,
son justamente su sonido y su tamaño lo que tanto me gusta
y lo que extraño en mi exilio tierra adentro entre montañas
que en nada cambian salvo por la luz
que las tiñe, o la nieve que las vuelve lejanas
o las nubes que las elevan y las hacen parecer mucho más altas
de lo que son. Y se las representa sin que tengan nada
del misterio del mar que crea sus propios cambios.
Los encuentros con uno y otras deben forzosamente diferir;
de todos modos, si tuviera que elegir, contemplaría el mar
y me abandonaría a sus sonidos que alguna vez me dieron tanto miedo.
Pero en aquellos días qué sabía del placer de la pérdida,
del borde del abismo que se acerca con susurros
y tormentas, un enorme animal hecho de agua quebrándose en las rocas,
lanzando sus estrellas de sal, su estrépito de nubes espumosas.