La historia de la poesía (Mark Strand)
Los maestros se fueron y, si acaso volvieran,
¿quién de nosotros los escucharía? ¿quién reconocería
el sonido corpóreo de los cielos o el sonido celestial
del cuerpo, interminable, evanescente, que afinó
nuestros días antes de que los astros inmutables
perdieran su poder? La respuesta es:
ninguno de los aquí presentes. ¿Y qué significado
tiene si vemos las montañas bañadas por la luna
y la ciudad con sus calladas puertas y torres de agua,
y nos dan ganas de subir la voz aunque sea un poquito,
o, a veces, a finales del otoño, cuando la noche apenas florece unos momentos
sobre la cordillera del oeste, e imaginamos ángeles
que bajan por los fríos escalones del aire para darnos aliento
si es que perdimos nuestra fuerza de voluntad,
y nosotros no hacemos más que dormitar, oyendo a medias los suspiros
de esta o aquella brisa que deambula sin rumbo por las granjas fallidas
y los jardines arruinados? Estos días, cuando nos despertamos
todas las cosas brillan con la misma luz azul
que hace apenas instantes llenaba nuestros sueños,
de modo que no hacemos más que contar los árboles, las nubes,
los pocos pájaros que quedan; y después decidimos
que no hay por qué ser duros con nosotros mismos, y que el pasado
no era mejor que ahora, ¿o acaso el enemigo no existe desde siempre?,
y la iglesia del mundo, ¿no estaba en ruinas ya?
El final (Mark Strand)
No todo el mundo sabe qué cantará al final,
mirando el muelle mientras se va alejando el barco,
o cómo será cuando el rugido del mar lo inmovilice, ahí al final,
o en qué habrá de cifrar sus esperanzas cuando sepa que ya no va a volver.
Cuando pase el momento de podar la rosa o acariciar al gato,
cuando el atardecer que incendia el césped y la luna llena que lo escarcha
ya no aparezcan más, no todo el mundo sabe lo que ha de descubrir en su lugar.
Y cuando el peso del pasado ya no se apoye en nada, y el cielo ya no sea
sino luz recordada, y los cuentos de cirros y de cúmulos
se terminen y todos los pájaros se queden suspendidos en la mitad del vuelo,
no todo el mundo sabe qué lo estará esperando, o qué habrá de cantar
cuando el barco en que viaja lentamente se adentre en la negrura, ahí al final.
Eco tardío (John Ashbery)
A solas con nuestra locura y nuestra flor preferida,
vemos que en realidad no queda nada sobre lo que escribir.
O que, más bien, es necesario continuar escribiendo sobre las mismas cosas
de siempre de la misma manera, repitiendo las mismas cosas una y otra vez
para que así el amor persista y se haga gradualmente diferente.
Hay que volver a examinar eternamente hormigas y colmenas,
así como el color que tomó el día
un centenar de veces, variando entre el verano y el invierno,
para que baje la velocidad, hasta alcanzar la de una verdadera zarabanda
y se acurruque allí, a descansar, con vida.
Sólo entonces la falta crónica de atención
de nuestras vidas nos envolverá, conciliadora
y con un ojo en esas largas sombras de peluche marrón
que le hablan de manera tan profunda a la consciencia improvisada que tenemos
de nosotros mismos, los motores parlantes de nuestra época.
Mi doble erótico (John Ashbery)
Me dice que hoy no tiene ganas de trabajar.
Da igual. Acá en la sombra
tras la casa, amparado del ruido de la calle
puede uno revisar toda suerte de viejos sentimientos,
tirar algunos, guardar otros.
El intercambio de palabras ingeniosas
entre los dos se vuelve muy intenso cuando hay menos
sentimientos que puedan confundir las cosas.
¿Otra pelea? No, pero siempre las últimas
cosas que se te ocurren para decirme son encantadoras,
y me rescatan antes de que lo haga la noche. Flotamos
sobre nuestros sueños, en una balsa hecha de hielo,
atravesados por preguntas y fisuras por las que se cuela
la luz de las estrellas, que nos tiene despiertos, y pensamos en los sueños
mientras suceden. Qué ocurrencia. Lo dijiste vos.
Lo dije pero igual puedo ocultarlo. Pero elijo no hacerlo.
Gracias. Sos muy amable.
Gracias. Vos también.
Los vegetarianos (John Ashbery)
Frente a vos, largas mesas que llevan hacia el sol,
la construcción de un gesto grandioso. Lo aceptás, como queriendo
jugar con él y traducirlo cuando su atención se desinfla a lo largo del único
segundo de la eternidad. Se necesita extrema paciencia y persistencia,
y sin embargo todo el mundo tiene éxito en esto, antes de recibir
la cajita sorpresa del almuerzo con el resto de su vida. Pero lo que es
en verdad alarmante es que todo sucede con modestia, en la vena
de la vida real, y luego también eso se traduce en algo, que se desprende y flota
por encima, señales luminosas que la vida emitió, débiles y, a pesar de eso,
esenciales para descorchar el tono, que ahora se perdieron, hace poco pero
para siempre. Todo era puro en Zurich, y lleno de propósito, como las cabinas
rojas, colgadas de unos cables alrededor del lago, contra el cielo,
y que bajaban luego a través de la meteorología. Lo cual recuerda lo que vos
no quisieras hacer más que los troncos de los árboles negros, aunque lo pensaste.
Nuestras leyendas, siempre, en consecuencia, vuelven a parecer legendarias,
un caminito decorado con nuestras idas y venidas. O al menos eso me dijeron.
Canción (John Ashbery)
La canción habla acerca de cómo acostumbrábamos vivir,
de cómo era la vida en épocas pretéritas. Del olor de las telas
estampadas con flores, de cómo simplemente las cosas terminaron
cuando terminaron, de volver a empezar con un suspiro. Luego
algunos movimientos se revierten, y las urgentes máscaras
aceleran, con rumbo a un final totalmente inesperado,
como relojes fuera de control. ¿Acaso es éste el gesto
buscado desde siempre, el curvarse hacia adentro de frustradas
negaciones, como el follaje de la selva
y la simplicidad del final, para luego dejar que todo escape
con rápida dulzura sofocante? El día
le presenta a la nada del cielo
su rústica fachada de ladrillos. Los autos se lamentan
de que, tarde o temprano, todo va a irse a pique.
Mientras tanto, nosotros nos sentamos, apenas atreviéndonos a hablar,
y a respirar, como si estar tan cerca nos costara la vida.
Las pretensiones de un pasado habrán de convertirse
algún día en progreso, un crecimiento,
hermoso como un libro de historia nuevo, con las páginas
sin cortar todavía, ilustraciones aún no vistas,
y quedará aclarado el objeto de tantas detenciones y comienzos:
volver al viejo tema de no querer crecer
hacia la noche, que se vuelve una casa, un irse cada uno por su lado
que nos interna en las profundidades del sueño. Un amor mudo.
Qué es la poesía (John Ashbery)
¿La ciudad medieval que tiene un friso
de boy scouts de Nagoya? ¿La nieve
que cayó cuando nosotros queríamos que nevase?
¿Imágenes hermosas? ¿Intentar evitar
las ideas, igual que en este poema? Sin embargo,
¿nosotros regresamos con ellas, como con una esposa,
abandonando a la amante deseada? Ahora
no podrán más que creerlo,
como creemos nosotros. En la escuela
le pasaron el peine a todo pensamiento:
lo que quedó era como un campo.
Cerrá los ojos, y podrás sentirlo alrededor de vos, muchos kilómetros.
Ahora abrilos sobre un camino vertical.
Podría darnos, ¿qué? ¿Algunas flores, pronto?
Un poema adicional (John Ashbery)
¿Cuándo habrán de encontrar la esperanza y el miedo sus objetos?
El puerto, frío para los barcos apareados.
Y vos, parado en el balcón, perdiste,
con el bosque del mar debajo, calmo y gris.
Una fuerte impresión que fue arrancada de la luz descendente,
pero la culpa es de la noche. Vos sabías que la sombra
en el baúl estaba delirando,
pero te da más hambre y te olvidás.
Está abierta la caja lejana. Un ruido como de cereales
tirados en el suelo con alguna impaciencia: nos alzamos
con la noche salida de la caja de viento.