Con nada más pensarlo siento como
si estuviera incubando alguna enfermedad,
algo peor que cualquier dolor de panza
y peor que los dolores de cabeza
que me dan cuando leo con poca luz:
una especie de sarampión espiritual,
como unas paperas de la mente
o una varicela que desfigura el alma.
Me dicen que es muy pronto para mirar atrás,
pero eso es porque ustedes se olvidaron
de la simplicidad perfecta de ser uno,
y de lo hermosamente complicado que vuelve todo el dos.
Acostado en mi cama, todavía recuerdo cada dígito:
a los cuatro era un hechicero árabe
que podía volverse invisible al tomar
la leche de determinada forma.
Fui soldado a los siete. Y a los nueve fui un príncipe.
Ahora me la paso en la ventana,
contemplando la luz de las últimas horas de la tarde.
Antes no se posaba de forma tan solemne
en mi casa del árbol. Jamás mi bicicleta
se quedaba apoyada como ahora en el garage,
vaciada de su velocidad azul oscuro.
Así comienza la tristeza, pienso
mientras camino por el universo con mis zapatillas.
Es hora de decirles adiós a mis amigos
imaginarios, hora de llegar al primer número grande.
Parece que fue ayer cuando creía
que no tenía nada más que luz debajo de la piel,
salía un resplandor si me cortaba;
pero ahora, si me caigo en las veredas de la vida,
me raspo las rodillas y me sale sangre.