30.9.10

Fragmento tardío (Raymond Carver)

¿Y conseguiste lo que
querías de la vida?
Sí.
¿Y qué querías?
Poder decir que me quisieron,
sentir que fui querido en este mundo.

27.9.10

Olvido (Billy Collins)

El nombre del autor es lo primero que se pierde;
con obediencia siguen luego el título, el argumento,
el desenlace trágico, y la novela misma, que de pronto
no recordás haber leído, ni siquiera la oíste mencionar,

como si, uno por uno, los recuerdos que tenías
hubieran decidido retirarse al hemisferio sur de tu cerebro,
a un pueblito pesquero sin teléfonos.

Hace ya mucho que te despediste de los nombres de las nueve musas,
y que hizo la valija la ecuación cuadrática,
e incluso ahora, mientras memorizás el orden de los planetas,

hay algo más que se te está escapando, una flor típica,
la dirección de un tío, la capital de algún país remoto.

Lo que estás intentando recordar, sea lo que sea, no
lo tenés en la punta de la lengua,
tampoco está escondido en lo profundo de tu cuerpo.

Se fue flotando por un río oscuro de la mitología, cuyo nombre
empieza con la letra L, si la memoria no te engaña,
a vos, que también vas rumbo al olvido, donde te encontrarás
con otra gente que ya no sabe nadar ni andar en bicicleta.

Por eso, en medio de la noche, te despertás para buscar la fecha
de una batalla célebre en un libro.
Y por eso la luna en la ventana parece haber salido
de un poema de amor que alguna vez supiste de memoria.

23.9.10

Lunes a la mañana (Billy Collins)

La suficiencia de esta alumna, que
llega tarde a un final, que se pasa una hora
mordiendo una birome, que se sienta a tomar
sol en su reposera, con un termo de café
y una naranja, mientras en su cabeza se columpia
libre una cacatúa, como si
hubiera consumido una droga disuelta,
que le hubiese pegado de una manera antigua.
Sueña un ratito y luego le da miedo la nota
que podría sacar –una catástrofe-;
cuando arquea las cejas se oscurece
la prepotencia de su frente blanca.
La cáscara de la naranja y ese brillante anillo
que dan a los alumnos en el último año,
le hacen pensar en una procesión
de compañeros caminando por el campus,
sin hacer ningún ruido, que de pronto
se detuvieran para permitir el paso de sus pies
en zapatillas por el césped, hacia un lugar
donde la recibieran sus amigos en silencio
con jarras de cerveza, en donde no viviese
nadie a quien le importara sacarse un diez ni nada de todo eso.

20.9.10

La tormenta (William Carlos Williams)

Un arcoiris perfecto: un amplio arco
se extiende a baja altura por el cielo del norte
atravesando el lago de agua negra

cuya quietud sólo se ve alterada
por unas leves olas sobre las cuales brilla
el frío sol del sur de la ciudad

desde el monte desnudo
en posición supina con respecto
al viento que no puede despertar

nada pero que empuja el humo procedente
de un puñado de chimeneas flacas
violentamente en dirección al sur

16.9.10

Despertar a una viejita (William Carlos Williams)

La vejez es una bandada
de pajaritos
que chillan al rozar
la copa de los árboles
que se yerguen desnudos
sobre un manto de nieve.
Se elevan, luego caen,
las zarandea un viento oscuro–
¿Qué pasó?
La bandada
descansa ahora sobre
unas ásperas ramas,
y la nieve se cubre
de cáscaras vacías;
templa el viento un agudo
silbido de abundancia.

13.9.10

A una pobre vieja (William Carlos Williams)

que está comiendo una ciruela
por la calle, una bolsa
llena en la mano

A ella le parece que están ricas
A ella le parece
que están ricas. A ella
le parece que están ricas

Se nota por la forma
en que se entrega a la ciruela
que sostiene en la mano,
a medio mordisquear

Reconfortada,
pareciera flotar en el aire un consuelo
de ciruelas maduras
A ella le parece que están ricas

9.9.10

El paciente pelea por su vida (Weldon Kees)

Difícil recordar una emoción ya muerta,
más entre estas fanfarrias en las que nadie cree
y las admoniciones de un cielo camuflado.

Debí haberme quedado cargado de destinos,
quizás, o muy borracho, o si no hacerle caso
al de la funeraria, que fue muy agradable.

¿O había una habitación como aquélla, que nuestros
suspiros desgastaron, y un gran árbol en flor
tras cristales azules, lluvia tibia en la noche?

Quedan dudas, parece. No hay dudas, sin embargo,
de los vacíos y helados tejidos de la mente
–frío, frío y un gran invierno gris que entra–
como espinas de aire en un cubo de hielo.

6.9.10

Robinson en casa (Weldon Kees)

Las cortinas abiertas y la puerta entornada.
Todo el invierno pareció que un oscurecimiento
comenzaba. Ahora, sin embargo, el brillo de la luna y los olores de la calle
conspiran, combinándose en una única cosa.

He aquí los cuartos donde vive Robinson.
Esta luz mortecina, descolorida y pálida,
como si acá se hubieran refugiado todos esos borrosos
amaneceres de la primavera, tal vez únicamente para Robinson,

que ahora duerme. Si acaso se filtrara por los pisos más música,
o la luna brillara con diferente luz,
quizá despertaría para oír el noticiero de las diez,
en el que se hablará de cosas espantosas, moderadamente.

Duerme por el cansancio, pero aquel viejo deseo suyo de morir así
ha disminuido un poco. Ahora sólo le queda esa frialdad
que debe llevar puesta. Pero no mientras duerme. Riguroso académico, viajero,

o rústica figura barbuda y en cuclillas en medio de una cueva,
un francotirador de mirada de lince en una barricada,
un hereje encerrado en una catacumba, un libertino célebre,
un mendigo en la calle, el confidente de los Papas,

todos ésos es Robinson en sueños, quien mientras se da vuelta
en la cama masculla: “Hay algo en este manicomio
de lo que yo soy símbolo. Esta ciudad. Oscura. Pesadilla”.
Se despierta bañado de sudor
y de la luz terrible de la luna. Oye algo que podría ser silencio:
zumba como los cables allá lejos, sobre las azoteas,
y el viento embolsa las cortinas y las hace flamear dentro del cuarto.

2.9.10

XXVII (Emily Dickinson)

No soy nadie. ¿Vos quién sos?
¿No sos nadie también vos?
¡Somos dos! No lo contés:
son chismosos, ya sabés.

¡Como una rana, qué opio
repetirle el nombre propio
todo el santo día entero
a un pantano zalamero!