Cuando zarpó la expedición polar
pensé en tu cuerpo, y en la nube cálida
que tu aliento dejaba en los cristales
de nuestra casa de madera y piedra.
Hizo buen tiempo los primeros días;
las islas que encontrábamos estaban
cubiertas con arena y aguanieve,
y desiertas, excepto una palmera
ocasional o dos, temblando al viento
helado. Llovió, luego. La moral
de la tripulación seguía alta,
de todos modos: se comía bien.
A medida que fuimos avanzando
con rumbo norte fue arreciando el frío:
vimos pasar un témpano gigante
con un camello congelado encima.
Luego avistamos un islote árido,
que tenía un peñasco enorme en medio,
rodeado de una niebla que ocultaba
la cima; decidimos explorarlo.
No bien tocamos tierra, percibimos
un olor a carroña y cocaína
mal cortada, que nos produjo náuseas;
a lo lejos se oía un aleteo
ominoso, que nos instó a escapar.
Seguimos adelante. Las raciones
eran menos copiosas. Cuatro o cinco
ya conspiraban para amotinarse;
logramos reprimirlos con esfuerzo
y el agua helada fue su sepultura.
Luego hubo un brote de disentería,
que el médico de a bordo sofocó,
pero que se llevó consigo a algunos;
otros enloquecieron por el hielo
y, como a perros, los sacrificamos:
no había más remedio. Proseguimos,
cada vez más diezmados, hasta al fin
ver tierra firme; o más que tierra, nieve.
Éramos tres: el cocinero, el médico
y yo; los otros ya habían muerto todos.
Bajamos con las pocas provisiones
que nos quedaban –mayormente latas–,
y sin otra defensa que unos rifles
que lanzaban bengalas. Nos juramos
no separarnos nunca. Día y noche
avanzamos, buscando sin saber
bien lo que estábamos buscando. Pronto
se acabó la comida. Una mañana,
al despertar, faltaba el cocinero;
nos pareció, a cierta distancia, ver
su delantal manchado que giraba
dentro de un remolino. La ventisca
no impidió nuestro avance por el llano
de hielo; ya alcanzaba a distinguirse
más adelante, sobre el horizonte,
un resplandor que contrastaba incluso,
por su potencia, con el mismo sol.
Pocos días más tarde, cayó enfermo
el médico. A pesar de estar muy débil
me instruyó en el manejo de unas algas
que le apliqué sin éxito. Poco antes
de morir, me pidió que prometiese
que haría cualquier cosa (“Cualquier cosa”,
me repitió, mirándome muy fijo)
por llegar a la fuente de esa luz,
y yo logré sobreponerme al asco
y comí. Ya con fuerzas renovadas,
continué mi camino. Al día siguiente
llegué a un prado de escarcha. Allí vi un pozo:
de su interior brotaba una luz pura
que iluminaba tierra, mar y cielo
con una claridad que encandilaba.
Tímidamente me acerqué hasta el borde
y me asomé a mirar qué había dentro:
sentí de pronto que me disolvía;
me vi caer y oí mi propia voz,
como si fuera de otro, repitiendo:
la oscuridad, la oscuridad me abraza.