Pasamos la semana entera conversando.
Habíamos nacido el mismo año y en el mismo hospital,
y teníamos tanto que contarnos
que no podíamos parar; de mañana, en el porche,
conversábamos, mientras yo me peinaba
y los pelitos que caían flotaban por el aire
bajando la colina, rumbo al valle.
Yendo a buscar el auto, conversábamos;
por encima del techo, suave y acampanado, seguíamos conversando
mientras abríamos la puerta;
después nos agachábamos y estábamos los dos, con medio cuerpo adentro,
conversando. Cuando nos encontrábamos en pleno día,
lo primero que hacíamos al vernos era abrir la boca.
Durante todo el día nos cantábamos la música
ambiente del lenguaje oral. Ni siquiera parábamos
para comer: le hablaba a través de los restos masticados
de una galletita, mientras lo salpicaba amablemente
con las migas. Hablábamos
mientras volvíamos al auto, y nos quedábamos parados,
conversando, uno de cada lado,
hasta que se vaciaba el estacionamiento,
y entonces nos poníamos a hablar de un tema nuevo con las manos agarradas
al techito marrón. De su mujer
demasiado no hablábamos, tampoco de mi esposo;
pero acerca de todo lo demás
le sacábamos chispas a la lengua;
mientras nos dábamos un baño de inmersión,
o al subir caminando por la calle empinada,
con los pies en el suelo caliente y polvoriento,
igual que si estuviéramos pisando los iones sobre un ala; y en la arena
el uno junto al otro, al darnos vuelta, aquellas mismas vueltas
que de haber sido el uno sobre el otro habrían sido
las vueltas del placer; y bajo el agua, incluso,
salían de nuestras bocas, encadenadas delicadamente
nuestras frases. Pero de noche, por lo general
casi toda la noche, conversábamos
hasta caer rendidos, como si, de detenernos un instante apenas,
irremediablemente hubiéramos tenido que ir el uno hacia el otro. Hoy me dijo
que sería capaz de conversar conmigo para siempre:
yo creo que es así la vida de los ángeles,
sentados uno frente al otro, inmersos
en la dicha de compartir un mismo espíritu. Dios mío,
nunca van a tocarse.