Convocados conscientemente a la memoria,
ella estaría sonriendo, podrían estar charlando
en la cocina, antes o después
de comer. Pero están en otra habitación,
que tiene una ventana de vidrios repartidos, y están en un sillón,
abrazándose. Él la abraza lo más fuerte
que puede. Ella se hunde en su cuerpo. Es de día,
de mañana o de tarde, y por la habitación
fluye la luz. Afuera, lentamente la noche sigue al día
y a éste otra vez la noche. El proceso comienza dando tumbos
y luego se acelera: semanas, meses, años.
Pero en la habitación la luz no cambia, de modo que es muy claro
lo que está sucediendo: intentan convertirse
en un único ser, y algo se les opone. Se tratan con dulzura,
temiendo que su llanto, entrecortado y fuerte,
los reconcilie con el momento en que vuelvan a caer.
De modo que se frotan entre sí, tienen la boca seca, luego húmeda,
después seca de nuevo. Se sienten en el centro de una voluntad
desconcertante y poderosa. Sienten
casi como si fueran animales,
abandonados en la costa de algún mundo, o arrojados
contra la puerta de un jardín, del que no admitirían
que nunca lograrán que los admitan.