27.11.08

Mi padre acepta su derrota (Joe Urbach)

Lo recuerdo muy bien. Yo habré tenido
veinte años: el día en que mi padre
renunció a su rutina de ejercicios
(las sesiones de trote por el parque
cada mañana, excepto en Navidad;
sus arduas calistenias vespertinas
cuando llegaba a casa del trabajo;
los partidos de tenis con amigos
los martes y los jueves); ese día
no fue a correr, no hizo abdominales
y tiró el buzo viejo con capucha
que no lavaba nunca y que había usado
a sol y a sombra todos estos años
sin pausa (en el invierno como abrigo,
y en el verano para transpirar);
habrá sido un alivio, pero fue
más bien la aceptación de una derrota:
como en esos programas de concursos
en que la gente tiene que apoyar
las manos sobre un auto y no sacarlas
de ahí; los que se van cansando pierden,
y el último que queda gana el auto.

25.11.08

Amor (Robert Creeley)

Hay palabras que son
como la carne
voluptuosas
en su humedad,
su tibieza.

Tangibles, nos devuelven
la calma
y el consuelo
de nuestra humanidad.

Y no decirlas
vuelve abstracto
todo deseo
así como su muerte.

19.11.08

El maestro del disfraz (Charles Simic)

Seguramente anda entre nosotros
de incógnito: el cajero de un negocio,
el pibe del delivery, la chica
que atiende en la farmacia, un peluquero,
el tipo todo inflado del gimnasio,
la bailarina exótica, el joyero,

el paseador de perros, el cieguito
que pide “Una moneda, por favor,
¿no me puede ayudar?” por los vagones.
Alguien que está encendiendo una fogata
falsa en la chimenea también falsa
de una vidriera, mientras miran desde

el sillón con el rictus congelado
de una sonrisa un padre y una madre,
cuando la calle se vacía y llega
la hora de cerrar del funerario
y hasta el último mozo se va a casa.
Ese mendigo viejo, ahí parado

en el portal, la cara medio oculta;
y no descartaría ni a ese gato
negro que acaba de cruzar la calle,
ni al foquito desnudo que en el túnel
del subte está colgado de su cable,
y que se mueve cuando el tren se para.

1.11.08

El cielo para mí (Sharon Olds)

Cuando me pongo a imaginar mi muerte,
estaría acostada boca arriba, y mi espíritu
se iría desprendiendo de mi cuerpo
por la piel de la panza, como una hoja de papel manteca,
y se daría vuelta y quedaría boca abajo;
como la alfombra mágica del genio, pero en forma de chica,
se pondría a volar bajo sobre la Tierra: el cielo para mí
consistiría en ser invulnerable, poder mirar
sin pausa y sin impedimentos,
suspendida en el aire; mirar, mirar, mirar,
algo no muy distinto de mi vida:
me sentiría llena de una casi indolora soledad,
contemplando la Tierra, como si contemplarla
fuera mi forma personal de tener alma. Pero entonces
divisaría a mi amado, de pie junto a una puerta
-o algo así- en el cielo: no la puerta
de las constelaciones, los pentángulos,
la corona boreal, sino más bien una puertita
en el portal del cielo,
como esas chiquititas para el gato,
del otro lado de la cual no hay nada. Y él me dice
que se tiene que ir, que ya llegó la hora.
Y si bien no me pide que me vaya
con él, a mí me da la sensación de que querría
que yo lo acompañase. Tampoco me parece que esa nada
sea una nada viviente, en donde los no-seres
harían una especie de amor ultraterreno;
se me antoja más bien que es una nada absoluta,
y que al cruzar la puerta los dos juntos
desapareceríamos. Qué hermoso
tomarme de su brazo,
apretándolo fuerte contra el pecho,
como hacen los amantes camino del altar,
y dar el paso.