Las ofrendas (Ted Hughes)
Llevabas sólo dos meses de muerta,
y estabas otra vez súbitamente ahí, a mi alcance.
Tomé la Northern Line en Leicester Square,
me senté y ahí estabas. Y ahí
comenzó el sueño que no era ningún sueño.
Te miré y me ignoraste.
Tu papel en el sueño era ignorarme.
Ser invisible, el mío. Irremediablemente,
sin poder manifestarme.
Una mirada nada más, vacía e incorpórea. Apoyé
todo el peso de mi mirada incrédula
en tu cara, que estaba ahí, imposiblemente real.
Poco cambió que te tocara.
Te estremeciste apenas, mientras el vagón
viajaba rumbo al norte, a través de la tierra.
Parecías más vieja: la muerte te había hecho envejecer un poco.
Más pálida, diría, amarillenta, como estabas
en la morgue, pero impasible.
Como si los rieles que se desplegaban delante de nosotros
y el traqueteo de las vías fueran una película,
la de tu vida, que te ocupaba por dentro.
Tu mirada, metida para adentro, rechazó mi mirada.
La canasta en la falda, repleta de paquetes.
La cartera colgada de una larga tira. Las manos recogidas
por encima. Inmóvil,
mi mirada se apoyó en tu mirada,
como si una mirada apoyara la mejilla en una mano. Lo imposible
continuó compartiendo tu leve estremecerte, tus párpados,
tus labios que fruncías con fuerza, tu melancolía.
Como un sueño que insiste en algo que es sin dudas imposible, y dura
segundo tras segundo tras segundo,
y se vuelve cada vez más increíble;
como si lentamente vos giraras la cabeza y me miraras,
sonriéndome en la cara, y retándome
allí, entre los vivos, a hablarles a los muertos.
Pero vos parecías no saber qué papel te tocaba interpretar.
Y yo, igual que en el sueño, no dije nada.
Intenté solamente separar el recuerdo
de tu cara de esta nueva cara que ahora tenías puesta.
Pensé que si bajabas en Chalk Farm
te seguiría a casa. Te hablaría.
Haría algún esfuerzo por hacerme cargo
de esta ofrenda, este triste sucedáneo que la muerte
me devolvía, y que ahí en el Subte
me estaba revelando; seguramente para
que yo lo examinase y lo aprobase.
Llegamos a Chalk Farm. Me levanté. No te moviste.
Fue el momento de la prueba.
Yo tiré de tu cara y me la llevé
afuera, hacia la plataforma en este sueño
que para todo Londres era vida consciente.
Vi cómo te alejabas, transportada
hacia el norte, de regreso al abismo;
tu verdadera nueva cara inalterada, iluminada, inconsciente de sí,
por algunos segundos todavía fue visible, y luego desapareció
dejándome el vacío de antes
en donde habías estado y de repente ya no estabas más.
Pero tres veces se nos ofrece todo.
Y de repente estabas otra vez en tu casa.
Joven como antes, como si la muerte no te hubiera tocado;
una alucinación que al parpadear no se desvaneciera.
Como si las imágenes que vienen antes de una migraña
distorsionaran mi retina.
Vos parecías no tener idea de que eras vos misma.
Ni de que estabas apropiándote del nombre
de tu enemiga más antigua, como si hubiera sido
lo primero que encontraste a mano. Y sin embargo,
eras vos misma en tal medida que
mis hemisferios cerebrales parecieron desfasarse levemente
para reconocerte a vos, a vos, y al mismo tiempo darse cuenta
de que vos no eras vos. Y verte a vos, a vos,
que tan desfachatadamente seguías siendo otra.
Incluso conservabas tu fecha de cumpleaños; la misma,
como un chiste sobre la imposibilidad.
Y vivías a sólo tres kilómetros de donde habíamos vivido.
Otros espíritus se conjuraron para darte asistencia,
para hacer las veces de nuevos padres para vos, un nuevo hermano.
Volviste a seducirme, disimuladamente.
Yo respiraba un aire que me desorientaba, el gas
de ese submundo en que vos te movías con tanta naturalidad
y que albergaba ahora tu nuevo ser. Me hablaste
del sueño de tu vida romántica que había
durado todo nuestro matrimonio, allá en París;
como si hubieras vuelto recién ahora.
Tu talento, la muerte se lo había reapropiado. O quizás
lo había convertido en algo más imperceptible:
un anhelo salvaje y silencioso, una ferocidad
dormida de deseo en la mirada
de una extraña fijeza. Me debatí un momento
en mi doble existencia, viva y muerta.
Pensé: “Esto es una coincidencia, simplemente
el impulso de la inercia de mi vida, que intenta conservar
las cosas como eran, como si el espectáculo
debiera continuar a toda costa, las mismas máscaras,
los mismos parlamentos, no importa quiénes sean los actores”.
En el fondo del Rin, casi sin aire, consciente a duras penas,
con ese pataleo resignado de alguien que se ahoga
acerté a liberarme.
Tu amistoso ultimátum me fue dejando ir.
Haciéndole justicia a tu humor espectral, la vez siguiente
me enviaste una postal desde Honolulu.
Parecía que habías conseguido volver entre los vivos
dejándome como fianza, un rehén detenido
en la tierra de los muertos.
Cada vez menos yo
pensaba en escapar.
Hasta en mis sueños nuestra casa estaba en ruinas.
Y de repente –la tercera vez- vos estabas ahí.
Más joven que cuando nos conocimos. Parecías
recién hecha, mitad ciervo salvaje,
mitad algo perfecto, inapreciable, facetado,
como una joya de cobalto. Viniste
por detrás de mí (cuando estaba indefenso,
probando con la punta de un pie el agua de la bañadera).
Tajantemente me dijiste, como si entre el estruendo
de un río se escuchara una voz conocida que de cerca nos apremia:
“Ésta es la última. Esta vez. Esta vez
no me falles”.
y estabas otra vez súbitamente ahí, a mi alcance.
Tomé la Northern Line en Leicester Square,
me senté y ahí estabas. Y ahí
comenzó el sueño que no era ningún sueño.
Te miré y me ignoraste.
Tu papel en el sueño era ignorarme.
Ser invisible, el mío. Irremediablemente,
sin poder manifestarme.
Una mirada nada más, vacía e incorpórea. Apoyé
todo el peso de mi mirada incrédula
en tu cara, que estaba ahí, imposiblemente real.
Poco cambió que te tocara.
Te estremeciste apenas, mientras el vagón
viajaba rumbo al norte, a través de la tierra.
Parecías más vieja: la muerte te había hecho envejecer un poco.
Más pálida, diría, amarillenta, como estabas
en la morgue, pero impasible.
Como si los rieles que se desplegaban delante de nosotros
y el traqueteo de las vías fueran una película,
la de tu vida, que te ocupaba por dentro.
Tu mirada, metida para adentro, rechazó mi mirada.
La canasta en la falda, repleta de paquetes.
La cartera colgada de una larga tira. Las manos recogidas
por encima. Inmóvil,
mi mirada se apoyó en tu mirada,
como si una mirada apoyara la mejilla en una mano. Lo imposible
continuó compartiendo tu leve estremecerte, tus párpados,
tus labios que fruncías con fuerza, tu melancolía.
Como un sueño que insiste en algo que es sin dudas imposible, y dura
segundo tras segundo tras segundo,
y se vuelve cada vez más increíble;
como si lentamente vos giraras la cabeza y me miraras,
sonriéndome en la cara, y retándome
allí, entre los vivos, a hablarles a los muertos.
Pero vos parecías no saber qué papel te tocaba interpretar.
Y yo, igual que en el sueño, no dije nada.
Intenté solamente separar el recuerdo
de tu cara de esta nueva cara que ahora tenías puesta.
Pensé que si bajabas en Chalk Farm
te seguiría a casa. Te hablaría.
Haría algún esfuerzo por hacerme cargo
de esta ofrenda, este triste sucedáneo que la muerte
me devolvía, y que ahí en el Subte
me estaba revelando; seguramente para
que yo lo examinase y lo aprobase.
Llegamos a Chalk Farm. Me levanté. No te moviste.
Fue el momento de la prueba.
Yo tiré de tu cara y me la llevé
afuera, hacia la plataforma en este sueño
que para todo Londres era vida consciente.
Vi cómo te alejabas, transportada
hacia el norte, de regreso al abismo;
tu verdadera nueva cara inalterada, iluminada, inconsciente de sí,
por algunos segundos todavía fue visible, y luego desapareció
dejándome el vacío de antes
en donde habías estado y de repente ya no estabas más.
Pero tres veces se nos ofrece todo.
Y de repente estabas otra vez en tu casa.
Joven como antes, como si la muerte no te hubiera tocado;
una alucinación que al parpadear no se desvaneciera.
Como si las imágenes que vienen antes de una migraña
distorsionaran mi retina.
Vos parecías no tener idea de que eras vos misma.
Ni de que estabas apropiándote del nombre
de tu enemiga más antigua, como si hubiera sido
lo primero que encontraste a mano. Y sin embargo,
eras vos misma en tal medida que
mis hemisferios cerebrales parecieron desfasarse levemente
para reconocerte a vos, a vos, y al mismo tiempo darse cuenta
de que vos no eras vos. Y verte a vos, a vos,
que tan desfachatadamente seguías siendo otra.
Incluso conservabas tu fecha de cumpleaños; la misma,
como un chiste sobre la imposibilidad.
Y vivías a sólo tres kilómetros de donde habíamos vivido.
Otros espíritus se conjuraron para darte asistencia,
para hacer las veces de nuevos padres para vos, un nuevo hermano.
Volviste a seducirme, disimuladamente.
Yo respiraba un aire que me desorientaba, el gas
de ese submundo en que vos te movías con tanta naturalidad
y que albergaba ahora tu nuevo ser. Me hablaste
del sueño de tu vida romántica que había
durado todo nuestro matrimonio, allá en París;
como si hubieras vuelto recién ahora.
Tu talento, la muerte se lo había reapropiado. O quizás
lo había convertido en algo más imperceptible:
un anhelo salvaje y silencioso, una ferocidad
dormida de deseo en la mirada
de una extraña fijeza. Me debatí un momento
en mi doble existencia, viva y muerta.
Pensé: “Esto es una coincidencia, simplemente
el impulso de la inercia de mi vida, que intenta conservar
las cosas como eran, como si el espectáculo
debiera continuar a toda costa, las mismas máscaras,
los mismos parlamentos, no importa quiénes sean los actores”.
En el fondo del Rin, casi sin aire, consciente a duras penas,
con ese pataleo resignado de alguien que se ahoga
acerté a liberarme.
Tu amistoso ultimátum me fue dejando ir.
Haciéndole justicia a tu humor espectral, la vez siguiente
me enviaste una postal desde Honolulu.
Parecía que habías conseguido volver entre los vivos
dejándome como fianza, un rehén detenido
en la tierra de los muertos.
Cada vez menos yo
pensaba en escapar.
Hasta en mis sueños nuestra casa estaba en ruinas.
Y de repente –la tercera vez- vos estabas ahí.
Más joven que cuando nos conocimos. Parecías
recién hecha, mitad ciervo salvaje,
mitad algo perfecto, inapreciable, facetado,
como una joya de cobalto. Viniste
por detrás de mí (cuando estaba indefenso,
probando con la punta de un pie el agua de la bañadera).
Tajantemente me dijiste, como si entre el estruendo
de un río se escuchara una voz conocida que de cerca nos apremia:
“Ésta es la última. Esta vez. Esta vez
no me falles”.