21.5.06

Uno de D.G. Helder

YACE



Un bel morir tutta la vita onora,
Lo the fair dead!

Petrarca super Pound, 1989.


No hay, acá no veo, un pedazo de madera
nunca va a enceguecer; ojos de carne
y cáscaras de huevo –acá no veo–;
el viento se basta con el dolor de las hojas
y la puerta del altillo que golpea
mal cerrada; acá no hay
sino ver y desear, no veo
sino morir con deseo.

Pero borrar de la mente las opiniones vacías, tus esperanzas
sin apoyo, los prejuicios, titubeos,
los cálculos tentativos y otras materias
igualmente vagas o falaces supondría
dejar la mente en blanco, blanca, una cáscara de huevo,
pobre cosa hundida en un viento de campanario,
la liebre entre los helechos de la luna
acurrucada en una cuenca seca.

Si hay imágenes, ¿por qué hay memoria?
¿Quién levantó para el sol
una carpa en el mar?
La boca de la chica
que yace en el matorral, que yace
en el lecho de la zanja
dormida, y es picada
por las moscas, mordida
en los pies por ratas del agua
yo la vi, vi la boca, los pies
y no pensé, di vuelta la hoja,
no pensé y volví atrás, cerré los ojos
ante el viento sin vida que pasaba
por encima de la zanja
barriendo el matorral.

La canción de amor
que fluyera detenida
en cada palabra
y que nadie conociera
ni llegase a oír,
esa que el día desnudo
a la noche cantaría
y la noche al otro día,

no, es imposible ahora:
las cuerdas flojas apenas vibran
y hay flores pisadas, pasto pisoteado
formando un camino, los murciélagos
revuelan en la pantalla sin chistar
y atrás de la ruta un poblado y arriba
la luna cuelga en un lazo de niebla.

Ya sin hambre ni sed, a medias oculta
por la maleza, el cuello reclinado
en el zócalo de la zanja
para que así la descubra el día
y con el rocío sea reparada,
los ojos en blanco,
yace.

17.5.06

En una estación del subte (Ezra Loomis Pound)

La aparición de estos rostros entre la muchedumbre;
pétalos sobre una rama negra, húmeda.

16.5.06

Dos poemas en inglés (Jorge Luis Borges)

I


El alba inútil me sorprende en una esquina desierta; sobreviví a la noche.

Las noches son como olas orgullosas; olas azul oscuro, de pesadas crestas, cargadas con los tonos de profundos despojos, cargadas de improbables y deseables cosas.

Las noches acostumbran misteriosos dones y rechazos, de cosas que se dan por la mitad y a medias se retienen, de delicias que albergan un hemisferio oscuro. Así obra la noche, yo te digo.

La marea, esa noche, me dejó los jirones y retazos disjuntos de costumbre: algunas amistades que odio, para charlar; música para sueños; la humareda de cenizas amargas. Las cosas a las que mi corazón hambriento no puede hallarles uso. La gran ola te trajo.

Palabras y palabras, cualesquiera, tu risa; y vos tan perezosa e incesantemente bella. Hablamos, y olvidaste las palabras.

El alba destructora me encuentra en una calle desierta, en mi ciudad.

Tu perfil que se aleja, los sonidos que conforman tu nombre, la cadencia de tu risa: esos son los ilustres juguetes que dejaste para mí.

Los revuelvo en el alba, los pierdo, los encuentro; se los cuento a los escasos perros vagabundos y a las pocas estrellas vagabundas del alba.

Tu rica vida oscura…

Debo alcanzarte, de algún modo; aparto estos ilustres juguetes que dejaste para mi, quisiera tu mirada subrepticia, tu sonrisa real; esa sonrisa solitaria y mordaz que la frialdad de tu espejo conoce.

II


¿Con qué podría retenerte?

Te ofrezco esbeltas calles, puestas de sol desesperadas, la luna de suburbios mal cortados.

Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente la luna solitaria.

Te ofrezco mis ancestros, mis muertos, los fantasmas que los vivos han honrado con bronce: al padre de mi padre que murió en la frontera de Buenos Aires con dos balas que atravesaron sus pulmones, barbado y muerto, a quien amortajaron sus soldados con una piel de vaca; a ese bisabuelo, de la línea materna, que comandó, con veinticuatro años, una ofensiva de trescientos hombres en el Perú, ahora sólo fantasmas sobre monturas desleídas.

Te ofrezco, sea cual fuere, la sapiencia que contengan mis libros, y la hombría y el humor que contenga mi vida.

Te ofrezco la lealtad de un hombre que jamás ha sido leal.

Te ofrezco el núcleo duro de mí mismo que he guardado, de algún modo; el corazón central que no comercia con palabras, no trafica con sueños, y no tocan el tiempo ni el placer ni las adversidades.

Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista al atardecer algunos años antes de que nacieras.

Te ofrezco explicaciones de vos misma, teorías de vos misma, auténticas y sorprendentes noticias de vos misma.

Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; intento sobornarte con incertidumbre, con peligro, con derrota.

2.5.06

Uno de Gilberto Owen

BOOZ VE DORMIR A RUTH



La isla está rodeada por un mar tembloroso
que algunos llaman piel. Pero es espuma.
Es un mar que prolonga su blancura en el cielo
como el halo de las tehuanas y los santos.
Es un mar que está siempre
en trance de primera comunión.

Quién habitara tu veraz incendio
rodeado de azucenas por doquiera,
quién entrara a tus dos puertos cerrados
azules y redondos como ojos azules
que aprisionaron todo el sol del día,
para irse a soñar a tu serena plaza pueblerina
-que algunos llaman frente-
debajo de tus árboles de cabellos textiles
que se te enrollan en ovillos
para que tengas que peinártelos con husos.
He leído en tu oreja que la recta no existe
aunque diga que sí tu nariz euclidiana;
hay una voz muy roja que se quedó encendida
en el silencio de tus labios. Cállala
para poder oír lo que me cuente
el aire que regresa de tu pecho;
para saber por qué no tienes en el cuello
mi manzana de Adán, si te la he dado;
para saber por qué tu seno izquierdo
se levanta más alto que el otro cuando aspiras;
para saber por qué tu vientre liso
tiembla cuando lo tocan mis pupilas.
Has bajado una mano hasta tu centro.

Saben aún tus pies, cuando los beso,
al vino que pisaste en los lagares;
qué frágil filigrana es la invisible
cadena con que ata el pudor tus tobillos;
yo conocí un río más largo que tus piernas
-algunos lo llamaban Vía Láctea-
pero no discurría tan moroso
ni por cauce tan firme y bien trazado;
una noche la luna llenaba todo el lago;
Zirahuén era así dulce como su nombre:
era la anunciación de tus caderas.
Si tus manos son manos, ¿cómo son las anémonas?
Cinco uñas se apagan en tu centro.

No haber estado el día de tu creación, no haber estado
antes de que Su mano te envolviera en sudarios de inocencia
-y no saber qué eres ni qué estarás soñando.
Hoy te destrozaría por saberlo.