En relación con Robinson (Weldon Kees)
En un lugar de Chelsea, principios del verano;
y, mientras caminaba en el crepúsculo hacia el puerto,
me pareció haber visto a Robinson adelante de mí.
Desde una habitación en un segundo piso, sin cortinas, en la radio
sonaba “There’s a Small Hotel”; un barrilete
zigzagueaba sobre azoteas oscuras y lentos pájaros que volaban sin rumbo.
Estábamos a solas, él y yo,
ocupantes de la calle vacía.
Debajo de un anuncio de cigarros Natural Bloom,
mientras las luces parpadeaban suavemente en la noche, yendo del rojo al verde,
se detuvo a mirar una vidriera
donde una Venus de yeso, modelando una bombacha,
miraba en dirección al tráfico que iba rumbo al este. (Pero Robinson,
según tenía entendido, no estaba en la ciudad: veranea en algún lugar de Maine,
a veces en Fire Island y a veces en el Cabo,
se va en junio y regresa después del Día del Trabajo).
Y sin embargo, casi grito: “¡Robinson!”.
No hubo oportunidad. Justo mientras pasaba,
girando la cabeza para buscar su rostro,
giró la suya al mismo tiempo
y me clavó sus ojos dilatados, terroríficos,
que me helaron la sangre. Su voz
llegó hasta mí como un eco en lo oscuro.
“Me pareció haber visto el remolino abrirse.
Pateé toda la noche una puerta cerrada.
Seguro me seguiste desde Astor Place.
En el último instante se hunde un papel vacío.
Y luego un día enorme como un ayer en pares
desenrolló su horror ante mi rostro
hasta bloquear…”. Al tiempo que corría bañado de sudor
para llegar al muelle, me volteé
a fin de cerciorarme. No podía saber a ciencia cierta,
allí en la oscuridad, si se trataba de Robinson
o de alguien más.
La calle estaba despoblada. La Venus,
bañada en una luz azul y fluorescente,
miraba fijo en dirección al río. Mientras me apresuraba hacia el oeste,
se prendían las luces a lo largo de toda la bahía.
Los barcos se movían silenciosos y sonaban las sirenas.
y, mientras caminaba en el crepúsculo hacia el puerto,
me pareció haber visto a Robinson adelante de mí.
Desde una habitación en un segundo piso, sin cortinas, en la radio
sonaba “There’s a Small Hotel”; un barrilete
zigzagueaba sobre azoteas oscuras y lentos pájaros que volaban sin rumbo.
Estábamos a solas, él y yo,
ocupantes de la calle vacía.
Debajo de un anuncio de cigarros Natural Bloom,
mientras las luces parpadeaban suavemente en la noche, yendo del rojo al verde,
se detuvo a mirar una vidriera
donde una Venus de yeso, modelando una bombacha,
miraba en dirección al tráfico que iba rumbo al este. (Pero Robinson,
según tenía entendido, no estaba en la ciudad: veranea en algún lugar de Maine,
a veces en Fire Island y a veces en el Cabo,
se va en junio y regresa después del Día del Trabajo).
Y sin embargo, casi grito: “¡Robinson!”.
No hubo oportunidad. Justo mientras pasaba,
girando la cabeza para buscar su rostro,
giró la suya al mismo tiempo
y me clavó sus ojos dilatados, terroríficos,
que me helaron la sangre. Su voz
llegó hasta mí como un eco en lo oscuro.
“Me pareció haber visto el remolino abrirse.
Pateé toda la noche una puerta cerrada.
Seguro me seguiste desde Astor Place.
En el último instante se hunde un papel vacío.
Y luego un día enorme como un ayer en pares
desenrolló su horror ante mi rostro
hasta bloquear…”. Al tiempo que corría bañado de sudor
para llegar al muelle, me volteé
a fin de cerciorarme. No podía saber a ciencia cierta,
allí en la oscuridad, si se trataba de Robinson
o de alguien más.
La calle estaba despoblada. La Venus,
bañada en una luz azul y fluorescente,
miraba fijo en dirección al río. Mientras me apresuraba hacia el oeste,
se prendían las luces a lo largo de toda la bahía.
Los barcos se movían silenciosos y sonaban las sirenas.
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